La omnipresencia de la guerra en Ucrania en las noticias, en los comentarios de analistas y expertos, y en las conversaciones cotidianas, es absolutamente comprensible. Es verdad que hay otros conflictos armados en el mundo, pero ningún otro involucra de forma tan directa a una de las grandes potencias, ni concierne tanto a otras dos, ni interpela directamente a la más poderosa alianza de la historia. Es verdad que hay otros problemas y desafíos acuciantes -como el cambio climático-, pero ninguno tiene ahora mismo consecuencias tan inmediatas, directas, e indiscriminadas.
En otros lugares hay atrocidades y abusos, pero no se los puede invocar para relativizar la gravedad del sufrimiento de las víctimas en Mariúpol y Bucha (ello sería revictimizarlas, y se engañan quienes creen que, al hacerlo, remedian una injusticia). Es verdad que en otras latitudes pasan cosas, pero ninguna de ellas tiene efectos geopolíticos tan significativos como la guerra en Ucrania, ni definirá tanto para tantos; sin embargo, no por eso pueden simplemente desdeñarse.
Sería un error, por ejemplo, desdeñar el hecho de que en la Corte Penal Internacional se haya abierto el juicio contra uno de los líderes de las milicias yanyauid, una de las facciones responsables de la tragedia de Darfur. Hace casi veinte años estalló en esa región sudanesa un conflicto armado que provocó más de un cuarto de millón de muertos y casi dos millones de desplazados; un verdadero genocidio, palabra de la que se abusa con frecuencia, no siempre con buenas intenciones. La justicia internacional cojea, pero llega. Y es preferible que llegue tarde a que no llegue.
O pasar por alto la tormenta geopolítica y diplomática desatada al conocerse los términos de un eventual acuerdo entre las Islas Salomón (un archipiélago de más de 900 islas y apenas 642 mil habitantes) y la República Popular China. A juicio de algunos, se estaría abriendo una ventana de oportunidad para que ésta refuerce su presencia militar en el Pacífico sur, alterando el statu quo y exacerbando los recelos de naciones grandes, como Australia -que ha recibido el anuncio con cautela-, y pequeñas, como los Estados Federados de Micronesia, preocupados por la posibilidad de que la región acabe convertida en el “epicentro de una futura confrontación” entre grandes potencias.
Ni deberían soslayarse las graves implicaciones de la deriva autoritaria del presidente salvadoreño Nayib Bukele -el mismo que se ha vanagloriado en Twitter de ser “el dictador más cool del mundo mundial”-, agudizada ahora con la excusa de responder con contundencia al feroz envite de las endémicas pandillas, que no han dejado de medrar allí, tras años de relativa contención de la violencia.
Y no parece tampoco sensato hacer la vista gorda frente a la agitación y el descontento que, impulsados por distintas fuerzas y estimulados por diversos factores, sacuden la normalidad política y social -como se ha visto en Gran Bretaña, Canadá, Perú, Sri Lanka, o Pakistán, entre otros- mientras preludian, como el polvo al lodo, tiempos cada vez más recios e inestables.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales