Todos sabemos que la economía colombiana es terriblemente burocratizada. Lo demuestra el índice de libertad económica del Instituto Fraser de Vancouver, donde Colombia languidece hace años cerca del puesto 100 entre 162 países (actualmente ocupa el puesto 92).
Pero otro buen indicio es el afán reciente de ciertos empresarios por reunirse con el principal representante del chavismo en el país. Cuando el éxito en los negocios depende más de los favores -o inclusive contratos- que extiende el gobierno de turno, que de satisfacer a los consumidores con buenos productos o servicios, resulta indispensable caerle en gracia a quien gobierna y -en especial- a quien puede llegar a hacerlo. Después de todo, hasta en Venezuela, el último país en el escalafón de libertad económica, aún hay pocas empresas privadas que prosperan gracias al beneplácito del régimen chavista.
Aparte de los acercamientos entre algunos empresarios enchufistas y el candidato que amenaza con expropiar empresas, está el apoyo que ha recibido este último por parte de figuras de la farándula y políticos especializados en el manejo de clientelas. Todos son indicios de la amenaza que enfrenta Colombia. Como sugerí anteriormente, la fuga masiva de capitales y el colapso final del peso son posibilidades reales; por mal que estén las cosas, aún se puede reemplazar lo malo con algo infinitamente peor.
Por mi parte, sin embargo, soy ligeramente menos pesimista que hace unos meses. Pienso que, al incitar el absoluto caos que vive hoy el país, el chavismo colombiano ha tentado su propia suerte. A Gustavo Petro le convenía que el actual gobierno, débil y sin rumbo, se extenuara sin sobresaltos hasta las elecciones del 2022. Pero no le favorece electoralmente una situación pre-revolucionaria como la actual, donde el terrorismo urbano afecta en especial a los sectores más necesitados, y todo el debate político comienza a girar en torno a cómo recuperar el orden público.
Mi impresión es que la mayoría no vociferante sabe distinguir muy bien entre el descontento espontáneo que causan las pésimas políticas de un gobierno electo -y que va de salida- y el bloqueo sistemático de carreteras para impedir el ingreso de alimentos, mercancías y hasta ambulancias a las grandes ciudades. Paralizar una vía principal no es un acto de protesta contra un gobierno; es un acto de guerra premeditado contra la población civil y millones de personas inocentes. Como Horacio Serpa en el 2002, Petro puede terminar del lado equivocado de un impopular asedio contra la ciudadanía.
Además, no necesariamente es positivo para Petro liderar las encuestas con creces en este momento, cuando aún falta una eternidad en términos políticos hasta las próximas elecciones, y aún no es claro contra quién se estaría disputando el paso a la segunda vuelta. Ciertamente, Petro puede ganar, pero, en los meses siguientes, alguno de sus rivales tendrá bastante espacio para ascender y llegar con ímpetu a la campaña oficial.
Posiblemente, los empresarios que desde ya buscan ser gobiernistas durante el siguiente cuatrienio tendrán que organizar más almuerzos de lo que suponen.