“La fascinación norteamericana por las armas”
“¡Y esa es mi bebé!” exclamó Danny mientras estiraba sus brazos en el aire para imitar la longitud del cañón del rifle que cuelga de la pared del sótano de su casa en las afueras de St. Louis. Del peruano adoptado que cada noche soñaba con viajar a Machu Picchu para descubrir su propio país solo quedaban algunos rasgos incaicos, 10 largos años habían pasado desde entonces y ahora terminar su búnker subterráneo para catástrofes globales era lo que realmente le preocupaba. Su americanización estaba completa. Nunca saldré del asombro que me causó verle hablando con tanto desparpajo, en medio del comedor y con los azulejos de la cocina de fondo, sobre las armas semiautomáticas que planeaba comprar meses después, como quien va por leche a la tienda.
Para venir de un país que, como el nuestro, ha visto correr tantísima sangre, es algo curioso, pero a la vez delator de una inocencia sublime, que la presencia de un arma continúe sintiéndose como algo tan ajeno y extraño, como el monopolio de unas fuerzas reservadas para el Estado que siempre debería ser. Todavía recuerdo la incomodidad visceral que me causó el ver a un antiguo suegro limpiando su revólver (algo más como un mosquetón de la Guerra de los Mil Días) en la sala de su casa, una sana manifestación de mi instinto de autoconservación que asimilaré eternamente con el sentido común de ver reflejadas en las armas a la muerte misma.
Por ello nunca lograré entender la fascinación norteamericana por las armas, un derecho tan imbricado en su naturaleza como la libertad de expresión o la facultad de respirar. Es el legado constitucional que el famoso magistrado de la Corte Suprema, Antonin Scalia, les dejó a los gringos en aquel trascendental fallo de 2008, District of Columbia v. Heller, donde manipuló el texto original de la Segunda Enmienda de la Constitución hasta conseguir una retorcida justificación de que un pueblo libremente armado, incluso con munición diseñada para la guerra y no para la simple defensa personal, es la mejor garantía de que el gobierno no se torne en una tiranía. Aunque válido en 1791, cuando la enmienda se redactó y los vientos soplaban distinto, en pleno siglo XXI una lectura así solo convierte dicha sentencia en una fábrica de cadáveres.
“¡¿Puedes creerte eso?! ¡¿Quién va a defender a los niños?!” exclama exaltado el mucamo del hotel frente al televisor del lobby mientras en las noticias el gobernador de Nueva York firma una ley estatal que prohíbe armar a los profesores de las escuelas públicas. “Yo estudié en un suburbio muy peligroso y nunca lo necesitamos”, replica la recepcionista tratando de atravesar ilesa el campo minado en que se han convertido las conversaciones sobre este tema. Veo en él, como tristemente también lo vi en Danny, a otro paciente contagiado por la epidemia de plomo que azota a Estados Unidos. Una guerra sin cuartel que, respaldada por la Ley, nunca acabará y en la que al final, cuando el último tiro sea disparado, todos perderán.