En el derecho de los tratados, todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe. Los tratados se interpretan conforme al sentido corriente de sus términos y es a ello a lo que se obligan los Estados al ratificarlos. Esta regla obliga también a las Cortes internacionales que los interpretan en sus funciones judiciales, pero no pueden “desarrollarlos”.
En la Convención americana sobre Derechos humanos, los Estados se comprometen a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella. Cuando decida que hubo violación de un derecho o libertad protegidos en esta Convención, la Corte IDH, creada en ella, dispondrá que se garantice al lesionado el goce de su derecho o libertad conculcados (art.63). Dispondrá, asimismo, si ello fuera procedente, que se reparen las consecuencias de la medida o situación que ha configurado la vulneración de esos derechos y el pago de una justa indemnización a la parte lesionada. Dicho en buen romance la CorteIDH solamente puede ordenar que se garantice al lesionado el goce de los derechos conculcados y la reparación de las consecuencias de la vulneración. Ese es el sentido corriente de los términos de la Convención y no se necesita ser un genio para entenderlo. La CorteIDH no tiene atribuciones para exigir modificaciones legales y mucho menos constitucionales.
Pero en Colombia, donde tenemos mentalidad de pobretones espantados, la Corte Constitucional, que poco sabe de derecho internacional, y los gobiernos han entendido que todo lo que diga la CorteIDH (o peor aún, la Comisión de DDHH, un órgano inferior) hay que acatarlo a rajatabla.
El caso de la Procuraduría es emblemático. Cuando Petro fue destituido por el Procurador, demandó en el sistema interamericano que su destitución violaba sus derechos políticos. Al decidir el caso, la CorteIDH recordó que, en los términos del artículo 23.2 de la Convención, el derecho de ser elegido puede ser reglamentado exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, por juez competente, en proceso penal. Ordenó una indemnización y decidió que las normas constitucionales y legales que otorgan facultades a la Procuraduría (y a la Contraloría que no tenía nada que ver en esta fiesta) “constituyen un incumplimiento del deber de adoptar disposiciones de derecho interno” que sean compatibles con el artículo 2 de la Convención.
Las funciones del Procurador están reguladas por los artículos 275 y siguientes de la Constitución que le dan poder disciplinario sobre los funcionarios públicos, incluso de elección popular, investigarlos e imponerles sanciones en su caso.
La Constitución es la norma básica del Estado que fue adoptada por una Asamblea Constituyente, elegida por el pueblo colombiano “en ejercicio de su poder soberano”. Sólo el pueblo y el Congreso pueden modificarla y para eso no hay cortes constitucionales o internacionales que valgan.
La CorteIDH, aun teniendo en cuenta el esperpento del bloque de constitucionalidad (artículo 93 de la Carta), carece de atribuciones para ordenar que un Estado desatienda el mandato del pueblo contenido en la Constitución, La CorteIDH excede sus atribuciones con decisiones que no son aplicables porque tienen carácter general.
Durante el gobierno anterior se propuso darle facultades “judiciales” a la Procuraduría para atender el requerimiento de la CorteIDH. Pero, nuestra Corte Constitucional acaba de dictaminar que las decisiones de la Procuraduría sobre destitución, cuya apelación ya está prevista en la ley actual, hay que someterlas, pero antes de ejecutarlas, al Consejo de Estado que no es juez penal, con lo cual ante la CorteIDH no arreglamos nada, pero cada caso demorará dos años más. ¡Impunidad rampante!