FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 25 de Julio de 2012

Unanimidades nauseabundas

 

En su alocución veintejuliera el presidente Santos, al instalar las sesiones ordinarias del Congreso, amén del resumen de acciones que ha ejecutado a lo largo de sus dos años de gobierno, se refirió a la unidad partidista que lo ha acompañado y tuvo el cuidado de diferenciarla del unanimismo de que hablara don Miguel de Unamuno. Explicación no pedida confesión manifiesta, reza el refranero.

Con salvadas excepciones, el Congreso se ha convertido en la Notaría de los deseos del Ejecutivo y con mayor razón a partir de la aplicación de la mal concebida ley de bancadas que obliga a la masificación de los criterios, y a los independientes a doblegar su opinión ante la presión de las mayorías.

Esta es una de las causas ciertas que originó el engendro constitucional abortado en la pasada legislatura y que dejó tan descuadernada la institucionalidad del Estado, pues ninguna de las tres fundamentales ramas del Poder Público salió bien librada de este, sí, histórico episodio, para emplear la muletilla con que el doctor Juan Manuel suele adornar todas sus ejecutorias.

Esas unanimidades cómplices ahora proponen más iniciativas de reforma a la Carta Política. Se piensa en acabar con la Vicepresidencia y, de otra parte, abolir el sistema bicameral. El procedimiento para estas enmiendas oscila entre el Congreso, la Asamblea Constituyente o el Referendo. Cada quien tiene su preferido.

Volver a la figura del Primer Designado es un reconocimiento a lo que en su momento se dijo, cuando el reformador del 91 quiso innovar reconstruyendo una figura que en el pasado dejó al país triste experiencia. Esta rectificación es necesaria y conveniente.

En cambio, no se puede decir lo mismo con respecto a la propuesta que renegados de la democracia vienen impulsando desde hace varios años: la eliminación del bicameralismo. Craso error. La circunstancia de que en otros modelos exista una sola cámara legislativa no es suficiente razón para reducir espacios de participación. Argumentar que esto significaría un ahorro no es válido teniéndose en cuenta que esa fórmula a lo único que contribuiría sería a facilitar las unanimidades nauseabundas, esa comisión de aplausos y de pupitrazos que frecuentemente alaba a los déspotas. A mayor participación consciente mayor deliberación y quizás acierto en la decisión.

La diferencia entre la Constitución real y la formal radica en que la primera hace que el sistema sea lo que las gentes creen que es; la formal es la regla escrita, distante de lo que se practica y sin respaldo en la conciencia colectiva. Ese divorcio lo provocan las reformas improvisadas y sin consulta con la historia, promovidas por esnobistas que, como en el pasado reciente, ni siquiera leen los textos que aprueban y se limitan a darle gusto al Gobierno a cambio de las complacencias, simonías, que reciben las yidis y los teodolindos que tanto abundan en los partidos políticos de garaje.