FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 2 de Noviembre de 2011

Intermediarios municipales

 

Aparte  de los gamonales políticos, que fungen como jefes de campaña en muchos de los municipios del país y que pelechan a la sombra de los burgomaestres títeres, existe una intermediación institucional cuya tarea no es clara y que depende generalmente de las condiciones personales de quien lidere la causa. Se trata del papel de los departamentos, una de las entidades en que se divide la organización territorial del Estado colombiano, a partir de la histórica fórmula de Núñez: “centralización política y descentralización administrativa”, con la cual se pretendió atemperar el brusco y abrupto cambio del federalismo que consagraba la Constitución de 1863 y su tránsito al Estado Unitario que definió la Carta de 1886.

La Constitución de 1991 intentó definir el tema y estableció una relación entre el Departamento y el Municipio sobre la base de la Centralización Política, la Descentralización Administrativa y la Descentralización territorial autonómica, diseño que le asigna al Departamento la calidad de intermediario entre la Nación y los municipios. La definición no es precisamente la más clara y en la práctica se traduce en que el Departamento, en no pocas cuestiones, es un convidado de piedra frente a la autonomía municipal.

La pasada contienda electoral es una prueba objetiva de esa precaria competencia, pues el debate demostró, sin contratiempos, que la relación entre gobernadores y alcaldes es distante y pálida y mucho más ineficaz en cuanto tiene que ver con la Asamblea Departamental y los cabildos y alcaldes. Ese divorcio, que se traduce en una inarmónica gestión de las dos entidades, no se sincroniza siquiera con el control de tutela que para determinadas gestiones deben ejercer las gobernaciones con respecto a las administraciones municipales. Y todo, seguramente, porque las normas vigentes para lograr la integración regional son deficientes y carentes de poder real.

La planeación regional, necesariamente, exige que los gobiernos departamentales impidan que los municipios sean una rueda suelta, pues a pesar de que la función está consagrada como competencia constitucional de los departamentos, en la práctica las disposiciones se convierten en rey de burlas, patrocinando el desgreño y la dispersión de esfuerzos por razón de la demagogia y el clientelismo.

No cabe duda de que el liderazgo personal de los gobernadores es un factor importante y decisivo para la corrección de esta falencia, pero esto no basta. Obvio que no se puede predicar que la elección popular de alcaldes es un fiasco histórico, como algunos críticos lo dicen; por el contrario, es un avance democrático, siguiendo la escuela de Tocqueville. No obstante el modelo puede perfeccionarse y para hacerlo es perentorio que para algunos municipios, acorde con la clasificación que de ellos se haga en una Ley de Ordenamiento Territorial, se contemple un verdadero y efectivo control de tutela que evite que la gestión administrativas en pequeñas y pobres o a veces ricas localidades, se distraiga en manos de los caciques locales.