FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 20 de Junio de 2012

Tiranos, tribunos y déspotas

 

Los patricios y los clientes, en la antigüedad romana, terminaron aliados para constituir castas de poder y dominar la ciudad por  el tiempo que el pueblo lo permitió y  ello gracias a que la religión era el fundamento de la política, mejor dicho, del poder. Afuera de este escenario se encontraba la plebe, una disidencia surgida del cansancio y el desinterés  causados por la pobreza, la  corrupción y la discriminación.

Para aliviar su suerte y buscar mejores condiciones de vida la plebe resolvió dejarse gobernar por los tiranos a quienes les entregó el poder por necesidad, opción que no siempre fue la más acertada, porque los tiranos antes que redimir a su clase se transformaron en insoportables déspotas. El tirano de Siracusa, por ejemplo, reconoció a su plebe un único derecho, el derecho fundamental a adorarlo.

De la confrontación de clases patrocinada por el conflicto entre patricios y plebeyos y alimentada por la demagogia de los tiranos apareció la figura del tribuno, quien no era ni magistrado ni sacerdote pero en todo caso gozaba de una inmunidad sacrosanta que se resumía en esta cláusula: “Ni el magistrado ni el particular tendrán derecho de hacer nada en contra de un tribuno”. (Dionisio). El privilegio de los tribunos, resumiendo, se resolvió cuando los patricios, audazmente, incorporaron a la plebe en otro campo de la política: la guerra.

El poder se tradujo en constituciones, la plebe impuso sus reglas en los plebiscitos y los patricios en el Senado y ninguna de las reglas impuestas y garantizadas por la coacción alcanzó la paz y esa es la historia que todavía se repite incesantemente.

Las inmunidades de los tribunos y patricios se desdibujan y desaparecen temporalmente, solamente por el tiempo en que las responsabilidades se exigen y se hacen prácticas; en ese momento los intereses mutuos de los déspotas se hacen valer y con el consentimiento de los magistrados se confirma nuevamente el derecho sagrado del privilegio y se reforman las constituciones.

“Sea cualquiera la forma de gobierno, monarquía, aristocracia, democracia, hay días en que gobierna la razón y días en que gobierna la pasión. Ninguna constitución suprimió jamás las debilidades y vicios de la naturaleza humana” (Fustel de Coulanges. La Ciudad Antigua).

Todo ocurre y ocurrió porque el interés público cede ante el interés privado y cuando esto acontece, se sabe, la corrupción cosecha sin esfuerzo. “La democracia solo podía durar a condición del trabajo incesante de todos sus ciudadanos. A poco que el celo se enfriase, tendría que perecer o corromperse” Ob. Cit. 

El esfuerzo por democratizar el Estado se  desvanece paulatinamente, los tiranos imponen su voluntad por encima de la voluntad de los pocos; los tribunos se venden a la aristocracia y la plebe, nuevamente abandonada, ya no es capaz siquiera de reclamar el derecho a sus espectáculos: la democracia ha muerto.