Uno de los rasgos distintivos del siglo XX es, sin duda, el “triunfo del Estado”. Es decir, la universalización del Estado como forma de organización política. El mundo de hoy está hecho de Estados, como resultado de un largo y accidentado proceso que acaso comenzó con las independencias de las naciones americanas, y se aceleró con las dos Guerras Mundiales, la liquidación e implosión de los imperios europeos y la consecuente emancipación de sus dominios coloniales.
La Carta de San Francisco, que dio origen a la Organización de las Naciones Unidas en 1945, fue suscrita por 51 Estados. Actualmente, son 193 los miembros de esa organización, que, como todas las de su tipo, es, esencialmente, un club de Estados para Estados. Hay, además, un variopinto rosario de “cuasi-Estados” y “Estados de facto”, desde Taiwán a Kosovo, pasando por los protectorados rusos en el Cáucaso. Estado para todos: en 2020, el profesor Ryan Griffiths inventarió 60 movimientos secesionistas en todo el mundo. Y Estado para todo, como lo sugiere la manida fórmula de los “dos Estados”, pertinaz panacea para la paz israelo-palestina.
Que los Estados sean todos iguales puede ser cierto jurídicamente (la “igualdad soberana de los Estados” es una de las piedras angulares del orden internacional, una de las que, valga la pena recordarlo, Rusia ha pretendido poner en entredicho con su agresión a Ucrania). Pero no es así material ni políticamente hablando, y tampoco en términos de calidad y capacidad funcional. Parafraseando a Jacob Burckhardt, el gran historiador del Renacimiento italiano, algunos Estados parecen “obras de arte”; otros, en cambio, meras chapuzas.
La diferencia entre unos y otros no sólo es un dato esencial para entender la política internacional, sino que afecta directamente la vida cotidiana de millones de personas. En efecto: por un lado, el colapso estatal (como resultado de un conflicto interno, la ruptura del Estado de derecho, la erosión de las instituciones, un golpe militar, o como efecto colateral de la inestabilidad regional o mundial) es uno de los principales riesgos geopolíticos globales. Por el otro, la fragilidad estatal constituye una amenaza para los derechos y libertades de los individuos, compromete sus medios de subsistencia, obstaculiza el desarrollo económico y el progreso social, agudiza la vulnerabilidad de las comunidades, da pábulo a distintas formas de violencia, favorece el crimen organizado y las economías ilícitas, dificulta la provisión de bienes y servicios públicos, y erosiona la cohesión social.
Puede que el Estado no sea (ni deba ser) la fuente de todos los bienes, pero sí puede convertirse en la fuente de múltiples males.
Algunos Estados son más propensos a la fragilidad que otros. Pero ninguno es inmune. Según el más reciente Índice de Estados Frágiles, durante el último año Estados Unidos registró el mayor empeoramiento en la escala de fragilidad entre 179 países evaluados. Por lo que respecta a Colombia, los avances desde que la medición empezó -pasando del puesto 27 en 2006 al 60 en 2021- están todavía lejos de ser suficientes, y aún más lejos de estar asegurados.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales