A medida que avanza el mandato de Gustavo Petro se va perfilando el estilo que parece va a caracterizar la segunda mitad de su gobierno. De una parte, un deseo irrefrenable por rodearse de colaboradores incondicionales: aquellos que nunca le dicen no a nada. Los que ejecutan a ojos cerrados y sin chistar lo que les dice o le oyen al jefe. De otra parte, el afán para que todo lo ejecute directamente el presidente saltándose las instancias técnicas.
De gran coordinadora que siempre fue la presidencia de la República se está convirtiendo en una oficina ejecutora. Además de su batuta de director de orquesta, el presidente Petro quiere ahora tocar varios instrumentos a la vez.
Este será pues el perfil que caracterizará su gestión de gobierno en los dos años y medio que le quedan: desconfianza absoluta con quienes no provengan de sus mismas canteras políticas y afán por ejecutar directamente -en vez de coordinar- la gestión pública desde la Casa de Nariño.
Que se quiera hacer acompañar de una guardia pretoriana es normal y entendible si no fuera porque la mayoría de quienes están llegando a rodearlo carecen de todo otro título que no sea el de ser incondicionales
Las noticias diarias que traen los boletines de la Casa de Nariño confirman esta doble tendencia. Lo que queda por preguntar es si esto será bueno o contraproducente para los intereses nacionales.
Un informe reciente da cuenta de que en los últimos proyectos de ley el gobierno ha solicitado 60 facultades extraordinarias, es decir, autorizaciones para legislar sin pasar por el Congreso sobre los más dispares asuntos. Recordemos que el artículo 150-10 de la Carta le permite al Congreso revestir hasta por seis meses de facultades extraordinarias al presidente cuando éste lo solicite para expedir normas con carácter de ley, “cuando la necesidad lo exija o la conveniencia pública lo aconseje”.
Varias de estas facultades extraordinarias ya han empezado a caerse en la corte constitucional que tiene una jurisprudencia muy estricta sobre el alcance de las facultades extraordinarias. Y seguirán cayéndose otras seguramente. La última se produjo la semana pasada cuando la corte encontró inexequible la autorización otorgada al gobierno en el plan de desarrollo para contratar directamente el manejo del Fonpet (el importantísimo fondo que maneja las reservas pensionales de los funcionarios departamentales y municipales) saltándose el requerimiento del concurso público.
El proyecto de ley que se ha filtrado sobre servicios públicos va en la misma dirección: la facultad regulatoria de los servicios públicos que hasta ahora había estado en cabeza de comisiones especializadas como la Creg -así lo había definido el Consejo de Estado- queda ahora radicada en el presidente de la república quien podrá delegarla o no.
Pero como se delega la función y no la responsabilidad, ello significa un análisis permanente de expedientes técnicos cuya juiciosa evaluación requiere la buena regulación cuando se ejerce con criterio juicioso y no populista.
La regulación acertada de los servicios públicos debe buscar no solo tarifas bajas para los usuarios (que es lo más taquillero) sino evitar quebrar las empresas con exigencias imposibles que comprometan su capacidad financiera para emprender ensanches futuros.
Si el presidente asume él mismo, pero con seriedad, la función regulatoria de la energía, del agua, del aseo, del alcantarillado, de la telefonía, entre otros, lo va a aplastar el papeleo y el estudio de abstrusos documentos técnicos que ello exige. Pero claro, si el estudio como regulador de primera instancia no es serio no tendrá un trabajo abrumador: pero caerá en la tentación del manejar con criterio populista e irresponsable los servicios públicos.
Los episodios recientes en torno al presupuesto y a las vigencias futuras reflejan también ese deseo insaciable que se le ha despertado al presidente de querer acumularlo todo. En vez de mantener estos delicados asuntos en cabeza de instancias técnicas (Confis y Conpes, cuerpos colegiados conformados por ministros y técnicos gubernamentales) ahora quiere echárselos al hombro el propio presidente. Olvidando, entre otras cosas, que él no es ni nunca ha sido ordenador del gasto público.
Ya veremos qué resultados dará este nuevo estilo que se vislumbra para la segunda parte de la administración Petro: desconfianza con todo aquel que no provenga de sus canteras políticas y afán de centralizar en su cabeza responsabilidades técnicas que hasta ahora se había querido que fueran ejercidas por instancias especializadas.
Recordemos que en asuntos públicos hacerlo bien no significa que todo haya que hacerlo directamente. Los peligros de proceder así son enormes.