Esta semana se produjo un hecho sin precedentes a propósito de la aprobación en primer debate en el Congreso de la República de un proyecto que establece el marco regulatorio de la hoja de coca y sus derivados.
Sin precedentes porque es la primera vez que un proyecto de tal naturaleza se somete al órgano legislativo para dar vía libre a una estrategia diferente a la represión para atacar el problema del narcotráfico, flagelo que resulta ser la causa de muchos problemas que enfrenta Colombia desde hace décadas.
Ello se da en un momento en que la aspersión aérea de los cultivos ilícitos está en el ojo del huracán por los motivos ya conocidos.
Sin lugar a dudas, la lucha contra el narcotráfico debe darse utilizando todas los medios existentes. Colombia, como se ha reconocido contundentemente, ha estado comprometida con esa lucha, apelando al principio de responsabilidad compartida expuesto por el expresidente Barco ante la Asamblea General de Naciones Unidas. Como complemento al combate represivo y por vía militar, en 1993 se introdujo un elmento novedoso consistente en la aplicación del programa de erradicación de cultivos ilícitos y la sustitución de los mismos por otros lícitos que permitieran a las comunidades obtener los medios para vivir dignamente, pero que desafortunadamente no ha sido tan efectivo como se esperaba.
Lo cierto es que quienes están al frente del negocio del narcotráfico son bandas criminales, organizaciones de narcotraficantes, que, en no pocos casos se presentan como redentores, siendo en realidad perversos manipuladores y secuestradores de las comunidades ubicadas en territorios a los que el Estado, integralmente hablando, no ha sabido llegar e instalarse de manera permanente, ejerciendo su poder y acompañando a los habitantes de esos territorios.
En materia de producción de la hoja de coca, actualmente, y de acuerdo con pronunciamiento de la Corte Constitucional de 2018, en los resguardos indígenas, ella parece estar permitida, hecho del que se aprovechan las organizaciones delincuenciales. En efecto, lo que día tras día sucede en el Cauca, es precisamente el fruto del abuso hacia campesinos y comunidades ancestrales. Por supuesto, habrá algunos cultivadores inmersos en el negocio ilegal del narcotráfico, pero ello no se puede predicar de todas las familias campesinas e indígenas que habitan esos territorios.
Es precisamente pensando en este tipo de situaciones, considerando los diferentes usos fitoterapéuticos, medicinales e incluso nutricionales que puede darse a la hoja de coca, que el debate debe abordarse con responsabilidad. Pensar en establecer procedimientos y regulaciones sanitarias y de otra índole para que los productos que con estos fines se produzcan puedan ser comercializados, no resulta descabellado. Si es el Estado que tiene en sus manos la facultad de regular y reglamentar (con monopolio o sin él), ello constituye una oportunidad para establecer una relación diferente, sana y cercana con esas comunidades que no encuentran en las instituciones una seguridad y un interlocutor adecuado para plantear sus necesidades o propuestas. No significa que la aspersión aérea deba eliminarse. Ella debe seguir siendo una opción en la estrategia de lucha contra el narcotráfico, precisamente para aquellos grandes cultivos cuyo único y pernicioso fin sea hacer parte de la cadena de actividades del negocio ilícito.
No se trata por ende de legalizar la producción de cocaína, sino de ver en la materia prima, es decir la hoja de coca, un potencial recurso para la producción de artículos cuya utilidad puede resultar interesante para diferentes sectores de la economía y una posibilidad para que algunas comunidades puedan vivir lícitamente de ello, con las garantías y exigencias que requiera el Estado.
Por @cdangond