Mamá y Maestra
EL sábado murió mamá. Se fue poco a poco, sin complicaciones, con discreción, como fue en vida. Creíamos que había nacido en 1921, como decía su cédula. Pero hace algunos meses le hicieron en Zapatoca un homenaje el Día del Maestro y nos dieron la partida de bautizo como recuerdo, por la que nos enteramos que había nacido 5 años antes. Era su gran secreto, que guardó con entendible vanidad femenina.
Mamá se llamaba Rosita, como casi todas las mujeres de la familia. A pesar de su edad, que llevó con dignidad y lucidez hasta el último momento, nunca pensamos que nos podría faltar. Cuando sufría alguna molestia se le atendía de la mejor manera y su recuperación era pronta y completa. Volvíamos a gozarla plenamente. En esta ocasión pensamos lo mismo, no obstante que los médicos nos hicieron algunas preguntas sobre procedimientos radicales a utilizar en caso de que se agravara. Es que son alarmistas, dijimos. Una de las hermanas explicó: “mamá es una guerrera”.
¡Cierto! Su vida fue un batallar grande en defensa de la familia, de los sanos principios, del buen comportamiento, de los valores cristianos. Muy joven se graduó de Maestra. Ejerció el magisterio casi cuarenta años, empezando en el campo, luego en los pueblos y finalmente en Bucaramanga. Cuando se pensionó, siguió enseñando a los nietos. Con los hijos hizo lo propio. Cuando niños, los 7 muchachos que procreó salíamos del colegio y llegábamos a la casa a seguir las clases. Todos aprendimos a leer y a escribir en la casa. Eso sí, mamá era estricta, brava, y practicaba el método de “la letra con sangre entra”. Era lo de la época.
Ejerció plenamente como mamá. La abuelita la remplazaba mientras iba a dar clases. Educó a mucha gente en Zapatoca, Betulia, Matanza, Tona, Lebrija, Girón y Bucaramanga. El domingo, haciendo cola para votar en mi barrio de infancia, se me acercó un hombre ya mayor y me dijo, “fue mi maestra de tercer año y la recuerdo con cariño”.
Virtuosa, delicada, correcta en extremo, nunca dijo una mala palabra, nunca hizo mal comentario de nadie, nunca se quejó tampoco de nada, ni pidió nada. Sus hijos teníamos que imaginarnos lo que deseaba o necesitaba. Le daba pena molestarnos, decía. Sobrevivió a nuestro Padre durante 40 años, con independencia. Administraba su modesta pensión y casi hasta el fin de su vida vivió en su propio apartamento pues no quería “causarle molestias a nadie”. Los últimos años estuvo en la casa de Carmen Alicia, en donde sus hijos, nietos y bisnietos hacíamos tertulia familiar gozando de sus recuerdos.
Todos tenemos que irnos, pero es difícil aceptarlo. Eso lo sufrió Mamá cuando murió Rosa Eugenia. “He debido morirme yo”, me dijo, cuando le di la noticia. En los últimos tres años llevó esa amargura en el alma. La misma que hasta el último minuto llevaremos sus hijos por esa inolvidable mamá que al morir me recalcó ser “Católica, Apostólica y Romana”.