En la Bogotá de los años 50, cuando la capital estaba menos habitada y loa barrios mejor demarcados en todo sentido, los vecinos se conocían y apoyaban permanentemente. Reinaba un ambiente de amistad y fraternidad en todos los rincones del sector, hasta el punto que los antisociales de la época contaban con muy buena información sobre las costumbres y relaciones sociales de los diferentes núcleos habitaciones.
Esta armonía se ponía de presente especialmente cuando los amigos de lo ajeno hacían presencia en el barrio, porque la colectividad se movilizaba y tomaba posturas preventivas y aun agresivas contra estos malhechores, quienes eran capturados por la vecindad y puestos a órdenes de autoridad, algunas veces con señas de maltrato que los agentes proscribían y rechazaban. Pero como las agresiones no excedían ciertos límites, el procedimiento terminaba con la conducción y enjuiciamiento del antisocial.
Eran otros tiempos. Hoy las amenazas de la delincuencia han desbordado todos los límites generando un nivel de inseguridad, nunca imaginado en la capital. El concepto de percepción perdió valor, pues la realidad muestra una cara más patética de la situación y las autoridades -de todo nivel- enfrentan un reto de gran caldo por el aumento exponencial del sicariato, robos, fleteo, extorsión, secuestro, atraco, por decir lo menos. Este es un escenario que golpea gravemente la tranquilidad ciudadana y de contera la calidad de vida no solo en la capital, sino en todas las ciudades del país.
Este estado de cosas debe preocupar tanto al gobierno nacional como a los locales, presionándolos a tomar medidas radicales como una política nacional de seguridad, entendiendo que esta problemática permea a todo el gobierno, pues las diferentes carteras, de una u otra forma, tocan con la seguridad. Nadie es ajeno al compromiso con la tranquilidad, por ser un tema transversal, en todo sentido, para el país y directivos en general. Es tan inminente la mano del gobierno nacional como de las alcaldías en esta embestida contra el ciudadano que, de no mostrar resultados tajantes y concisos, la comunidad buscara una salida a este desesperado momento, recurriendo a la defensa de sus intereses por mano propia, instancia que debemos evitar a toda costa, pues sus resultados nos condenaran al caos generalizado de difícil, por no decir imposible, solución.
A este estado de cosas hemos llegado por falencia de una pronta y eficiente justicia: las fallas en el sistema carcelario son patéticas y de conocimiento general, salta a la vista la insolvencia de lugares para reclusión; además, no se puede tener los cuerpos de policía cubriendo las necesidades de una especialidad, hoy ajena a sus responsabilidades y, por último, hay que facilitar así como flexibilizar el procedimiento para denunciar, evitandole a las victimas enfrentar ese tortuoso camino.