Los discursos de Juan Manuel Santos en Sahagún, Córdoba, antes del plebiscito del 2016 son ideales para un caso de estudio acerca de los incentivos perversos que motivan a los políticos en su uso de los recursos extraídos del contribuyente.
En un momento, Santos asegura que Sahagún es el municipio colombiano que más “inversión” ha recibido por parte del Departamento para la Prosperidad Social, engendro burocrático de nombre Orwelliano que él mismo elevó al nivel de Departamento Administrativo. ¿A qué se debió la abundancia de transferencias gubernamentales hacia Sahagún, más no a Turbaco o Santander de Quilichao en la misma escala? Santos anuncia que la causa no fue la necesidad.
No, el asunto era que Santos estaba “agradecido” con el municipio por haber obtenido el 77% de su voto para su reelección. “Y como he dicho siempre”, explica con orgullo, “el amor en la política se expresa con inversión y presupuesto y obras”. Hubo una promesa adicional: si 80% o 90% de Sahagún votaba a favor del acuerdo Santos-Farc, “aquí vendremos antes de terminar mi período a inaugurar más obras, a hacer más inversiones, porque Sahagún se lo merece”.
Al final, el uso netamente electorero de los recursos del fisco -un abierto chantaje- no fue suficiente para que ganara el Sí en el plebiscito. Pero la política de los incentivos perversos sigue tan vigente como lo fue durante el gobierno Santos.
En su más reciente expresión, una camarilla de empresarios y congresistas del Centro Democrático presionó al gobierno para que impusiera un arancel del 40% sobre los textiles importados. Si usted piensa que, en un momento de fuerte crisis económica, lo último que se necesita es encarecer artificialmente el precio de la ropa al impedir la competencia externa, tendría toda la razón.
Seguramente, sin embargo, usted es parte de la inmensa mayoría que no se beneficia de un acuerdo entre empresarios rentistas, sus aliados en el Congreso, quienes buscan mantener sus prebendas, y un gobierno susceptible a la manipulación por parte de ambos grupos. Dentro del sistema de los incentivos perversos, sin embargo, la política responde a los intereses de los grupos de presión con representación legislativa y poder de cabildeo, más no a los de la mayoría de la población.
Bajo críticas, los proteccionistas han preguntado qué alternativa tienen los gobernantes y legisladores para impulsar a la industria textilera. La respuesta es que no es la labor ni de los congresistas ni del gobierno promover ninguna industria en particular. Su verdadero deber es hacer el menor mal posible, en especial al abstenerse de intervenir en la economía para distorsionar el libre flujo del mercado y favorece a unos pocos.
Es verdad que toda industria sufre bajo medidas intervencionistas como un salario mínimo centralizado y desproporcionado, o normas laborales inflexibles que promueven el desempleo y la improductividad. Pero la solución es desregular, no compensar con más intervencionismo a favor de caimacanes gremiales y a costa de los más pobres.