Por naturaleza, los palestinos, al igual que los chavistas, los castristas, las Farc, el Eln y los separatistas vascos y catalanes tienden a rechazar las decisiones que, en materia de política exterior, toma el “imperialismo norteamericano”.
Por eso, no es de extrañar que se hayan irritado en grado sumo por la determinación soberana de la Casa Blanca de reconocer a Jerusalén como la capital del Estado de Israel y por el correspondiente anuncio de trasladar su embajada.
Asumiendo que esa decisión podría afectar “el proceso de paz”, como si semejante proceso existiera, los palestinos olvidan que ellos también están en su derecho de enfrentarse mutuamente, reunificar Judea, Samaria y Gaza, entablar relaciones con Managua, La Paz o La Habana, y que nadie tiene por qué entrometerse en sus asuntos internos.
Frustrados por sus estériles gestiones en el Consejo de Seguridad, apelaron entonces a la Asamblea General tan solo para constatar que la otrora exitosa diplomacia de solidaridad con el victimismo se ha transformado en una diplomacia racional y sensata que ya no ampara a los extremismos ni, mucho menos, al expansionismo iraní.
De hecho, resulta sorprendente que en esa jornada se registraran 35 abstenciones y 9 votos en contra, cuando, en ese ambiente desabrochado y festivo, ellos esperaban la adhesión contundente a la que tan acostumbrados estaban por una especie de inercia diplomática con resultados automáticos y repetitivos.
Pero si este fenómeno es interesante en sí mismo, más diciente aún es el balance exhibido por los países latinoamericanos.
En efecto, si 10 países se mostraron a favor de las pretensiones palestinas, otros 10 se apartaron, incluyendo los votos en contra de Guatemala y Honduras.
Por supuesto, gobiernos como los de Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua y Venezuela secundaron a Ramala.
Pero en una fugaz y trémula muestra de sindéresis, la diplomacia santista resolvió unirse a la de Argentina, El Salvador, Haití, México, Panamá, Paraguay y República Dominicana, dejando claro que el antisemitismo ya no prolifera en el hemisferio.
En otras palabras, si Fatah y Hamas aspiran ahora a una solución basada en la fórmula de “dos Estados”, van a tener que desplegar esfuerzos mucho más tangibles que el de organizar unas elecciones conjuntas, tal como lo sugieren las decisiones adoptadas por las propias Liga Árabe y Conferencia Islámica.
De tal suerte, el conflicto israelo-palestino ya no se puede asociar a visiones diplomáticas ideologizadas, románticas y soñadoras.
Por el contrario, su transformación exigirá elevadas dosis de realismo constructivo, empezando por la decisión serena y certera de otros 10 países que tomarán la decisión ya tomada por Washington y Guatemala de trasladar sus embajadas a la verdadera capital de Israel.