A León Valencia -II-
SI existe un tema sobre el que el gremio ganadero ha realizado una reflexión reposada y mesurada, es con respecto al asunto de la tierra. Contrario a lo expresado por León Valencia, hemos manifestado la urgencia de acometer un reordenamiento territorial productivo en el campo. Reconocemos que es un tema álgido, que puede generar debates irracionales cargados de “ideologismos”, en lugar de se oportunidad para precisar la visión que el país debe tener sobre el desarrollo rural y sus inmensas posibilidades.
Sabemos que en la ruralidad existe un conflicto de uso del suelo, fundado sobre el desplazamiento de la producción pecuaria desde sus zonas de vocación natural, hacia tierras agrícolas y de ambas actividades -ganadería y agricultura- hacia áreas poco aptas para su desarrollo. Pero éstas no han sido las únicas responsables. La expansión de los cultivos ilícitos a zonas agropecuarias, parques naturales y regiones selváticas y el avance de las actividades minero-energéticas, han contribuido invadiendo cultivos y praderas, dañando ecosistemas frágiles y al desmote de la selva.
Este reacomodo espontáneo de la producción rural se produjo al son de las fuerzas que presionaron y presionan las estructuras productivas. Para empezar, el mismo fracaso de reformas agrarias. Las razones están atadas a la práctica ambigua e incipiente de entregar tierras sin el acompañamiento institucional, sin un norte de producción, sin una oferta de bienes y servicios públicos básicos, en ausencia de una política de democratización del crédito, asistencia técnica y garantías de inserción en los mercados, en las que tanto hemos insistido. A la postre, sólo se habilitó la conformación de minifundios de insubsistencia, improductivos e inviables financiera y económicamente.
Desde el 2006, en nuestro plan de desarrollo, PEGA 2019, dijimos que la ganadería no puede continuar en 40 millones de hectáreas, cuando lo puede hacer en 20 millones, incluso doblando el hato. Hemos hablado de la urgencia de instaurar una ganadería intensiva y de dar paso a una agricultura moderna, capaces de resolver los temas de biocombustibles y mejorar la oferta agrícola, en aras de la seguridad alimentaria y ambiental. Una visión que pasa por la reconversión productiva y el buen uso de los suelos. Pero también implica nuevos recursos para crédito y mucha más inversión en infraestructura e institucionalidad pública en la ruralidad. ¿Podemos contar con eso? ¿Está el país dispuesto a repensar el sector rural y generar las condiciones de inversión pública y privada para una verdadera reconversión productiva, que elimine el conflicto en el uso de la tierra?
Contrario a estas urgencias, que son el meollo de la Colombia del siglo XXI para dar respuesta a la crisis agroalimentaria de que habla la FAO, agobia la parálisis propositiva que no ha madurado más allá del discurso demagógico de la reforma agraria, aderezado con la peregrina invitación a elevar las tasas impositivas sobre la propiedad y la producción rural, ya de por sí onerosas. Agregue las acusaciones temerarias que, como las de León Valencia, desconocen de plano los esfuerzos de modernización que hemos emprendido con recursos privados y el apoyo del Banco Mundial, para establecer desarrollos de ganadería sostenible.
Aún así, me pregunto: ¿cuál es el concepto de desarrollo rural al que se está apostando, que no termina de poner sobre la mesa todas las piezas y que más parecen avanzar otra vez, como lo fue en los 60, a generar un debate anacrónico y funesto, para que la tierra, convertida en bandera política, no sea una variable productiva para generar riqueza y bienestar en el campo colombiano? Otra vez la tierra y quienes vivimos honestamente de ella, no tenemos por qué estar condenados a repetir los errores de la historia.