Juan Daniel Jaramillo Ortiz | El Nuevo Siglo
Lunes, 27 de Abril de 2015

El genocidio que no reconocemos

 

El pasado viernes se cumplieron 100 años del peor genocidio históricamente detallado y cuantificado después del Holocausto. Además, del episodio horripilante que sirvió al jurista Raphael Lemkin para bautizar en 1943-44 el tipo penal de genocidio, que es la exterminación sistemática y premeditada de un grupo étnico (así en Colombia algunos expertos nativos nos quieran convencer de otros sentidos falsos), como lo interpretan todos los tribunales criminales internacionales que han operado hasta el día de hoy.

En la noche de Domingo Rojo, siguiendo órdenes directas del ministro del Interior del Imperio Otomano, Talaat Pasha, 250 intelectuales armenios fueron asesinados a sangre fría en el epílogo de una campaña de exterminio que cobró las vidas de 1 millón y medio de personas. En vigor las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907, se suministraron sin que temblara la conciencia sobredosis de morfina a centenares de menores, se esparció gas tóxico en colegios y se inoculó tifo en muchos para castigar el pecado de ser nacionales armenios.

El día siguiente, abril 25, fragor ardiente de la I Guerra Mundial, en la batalla de Gallipoli los países aliados sufrieron la derrota, con Francia y Gran Bretaña a la cabeza de tropas australianas y neozelandesas. Se buscaba el control del estratégico estrecho de los Dardanelos que comunica mares Mediterráneo y Negro. La victoria dio al Imperio carta blanca para terminar su tarea de muerte violenta en los días subsiguientes.

Tras el triunfo aliado en 1918, los poderes aliados triunfantes ordenaron en el Armisticio de Mudros el enjuiciamiento de los responsables. Sin embargo, las cortes marciales convocadas no llegaron nunca a sentencias definitivas en ausencia de un marco de derecho criminal internacional definido. Muchos detenidos fueron liberados.

El Gran Visir Pasha fue asesinado poco después en Berlín como varios otros integrantes de la cúpula imperial otomana. Los armenios no recibieron nunca justicia. Las víctimas han sido y son aún seres expósitos en un dolor que deja en claro la insensatez de la paz sin castigo real y no simplemente simbólico.

Son numerosos los países -no Colombia- que reconocen hoy el genocidio armenio.  Suiza, por ejemplo, criminaliza a quien lo niegue públicamente. También lo hacen Francia, Gran Bretaña, Rusia, Países Bajos y Canadá. Entre nuestros hermanos latinoamericanos, Argentina, Bolivia, Uruguay, Chile y Venezuela. Un grupo bipartidista demócrata y republicano aprobó el mes pasado una moción para que el presidente Obama lo hiciera pero, fiel a su talante impredecible y con frecuencia apocado, el mandatario invocó el riesgo de que Turquía cerrara la navegación a aeronaves estadounidenses (¡!). El presidente de Francia, Raymond Poincaré, esgrimió por primera vez en 1915, a través de su canciller, Aristide Briand, la existencia del derecho internacional de injerencia que otorgaba a la comunidad internacional el derecho de intervenir en terceros países en caso de serias violaciones a las obligaciones contenidas en el derecho de La Haya, cuando no habían nacido las Convenciones de Ginebra de 1949. Lo ocurrido con los armenios era el preludio de terror que llegaría con el advenimiento de los crímenes tanto de nazismo como de comunismo estalinista en operación a lo largo y ancho de cuatro continentes, incluido el americano.

Este aniversario luctuoso enciende otra vez alertas a las que los colombianos debemos sensibilizarnos: primera, nuestra política exterior no puede marchar ajena a un genocidio monstruoso que –lo dijo el sábado el presidente Francois Hollande- no se olvidará jamás, y segunda -alerta en rojo candente- los crímenes mayores contra la humanidad claman castigo digno.