Juan Daniel Jaramillo Ortiz | El Nuevo Siglo
Lunes, 11 de Mayo de 2015

Enterrando la guerra

               

Desde el desfile militar más grande que haya contemplado Moscú hasta el tañido simultáneo de centenares de campanas en Londres, Europa celebró este fin de semana el fin de la II Guerra. 70 años se conmemoran del día en que se inició la reconstrucción de numerosas ciudades del continente y fue necesaria la aplicación de toda la fe y dignidad para prospectar una sociedad saludable que cancelara rencor y resentimiento. El cometido se ha realizado hasta el punto del nacimiento de la unión económica y la armonización de principios políticos.

Esto ha sido posible a partir de cenizas humanas -no mencionemos materiales- conformadas por 75 millones de personas que perdieron su vida entre 1939 y 1945, 50 millones de civiles inocentes y cerca de 12 millones de soldados.  El dictador Stalin, incómodo aliado de Churchill y Roosevelt, no tardó en pedir poco después del día de la victoria la ejecución, como castigo justo de vencedores, de cerca de 100.000 alemanes e italianos, entre otras nacionalidades que constituyeron el eje. Fue el genio visionario del gran Churchill el dique que se opuso de inmediato a una justicia retaliatoria que reencendiera la mecha bélica e incurriera en los errores fatales del Tratado de Versalles (1919) que sirvieron de excusa a Hitler para inventar su engendro del nacional-socialismo.

En agosto de 1945, los poderes vencedores, bajo el auspicio del primer ministro, Churchill, aprobaron la Carta de Londres que estableció el Tribunal de Crímenes de Guerra que operaría en Nuremburgo. Este texto histórico fue consultado con todos los gobiernos en el exilio en la capital británica y las representaciones diplomáticas de los países que habían declarado neutralidad o brindado su respaldo a los aliados.  Las consultas relativas a lo que es el primer texto estructurado de derecho criminal internacional constituyeron la última labor internacional del presidente saliente Alfonso López Pumarejo y el entrante Alberto Lleras Camargo y sus cancilleres Darío Echandía y Fernando Londoño y Londoño con el embajador en el Reino Unido, Jaime Jaramillo Arango, a quien correspondió comunicar la anuencia colombiana.

La Carta de Londres establece por primera vez el juicio y castigo a los determinadores de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad (la Convención de Genocidio nacería en 1948). Veinticuatro líderes nazis fueron juzgados. Once penas capitales sentenciadas. Los campos de patíbulos con que Stalin buscaba sustituir los de concentración fueron descartados por Roosevelt y Churchill.

El maximalismo de penas, acordada la paz, dentro de contextos bélicos y conflictuales, no opera. Se torna en prolongador del enfrentamiento, como intuyó Churchill. Desde luego no impunidad.  Así se ha entendido en los tribunales criminales internacionales (exYugoslavia y Ruanda, por ejemplo) y también lo creemos quienes hemos tenido el privilegio profesional de asiento en sus salas de juzgamiento. La justicia no debe marchar divorciada de prospección de paz y en el juzgamiento no pueden incluirse factores cuánticos. Ello es, a tantos perecidos injustamente, tantos sentenciados.  En esta tarea no hay lugar a proporcionalidades de semejante naturaleza.

Cuenta es el cálculo grande de la justicia prospectiva, que va más adelante que la justicia transicional con sus limitaciones, como buscamos demostrarlo históricamente con colegas en proyecto conjunto que adelantamos en la Universidad de Leiden (Países Bajos). El desafío es construir renovado y reconsensuado paradigma socio-económico y socio-político. La labor pedagógica de la disuasión criminal futura debe procurarse. Es imperativo público fundamental. Como lo es enterrar para siempre la guerra.