"El tabique que separa la sana autoconfianza de la insana arrogancia es realmente fino". Y, además, fácilmente quebradizo. La frase es de Haruki Murakami, el reciente Premio Princesa de Asturias de las Letras y resume, de alguna manera, lo que fue el debate entre los candidatos a presidir España,
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo.
La política tiene mucho de teatro y no menos del llamado "arte de la guerra". Se permiten licencias y acciones que en un terreno académico serían inaceptables. Y, desgraciadamente, no son exclusivas de un político o de un partido ni de este tiempo. La confrontación violenta, la agresividad innecesaria, el desprecio al contrario, la soberbia, el narcisismo y hasta la chulería son, lamentablemente, demasiado frecuentes en la política. Especialmente cuando se está subido en la cresta de la ola. Pero casi siempre cuando ésta se aplana, la caída es muy dura.
La torpe batalla que vemos con excesiva frecuencia en el Parlamento, el templo de la democracia, echa a los ciudadanos de la política, los aparta. Pero también invita a repetir esos comportamientos en los medios de comunicación, especialmente en la televisión y en las redes sociales, y, en muchos casos, acaba viéndose como algo normal: políticos que no escuchan, tertulianos que gritan, personajillos que se escudan en el anonimato de las redes sociales o de los campos de fútbol para insultar... Si lo hacen los que tienen la responsabilidad de gobernarnos, ¿por qué socialmente va a ser diferente? Y si socialmente es habitual, ¿por qué los políticos, que no son extraterrestres, si son como nosotros, no van a hacer lo mismo?
No dejar hablar al que piensa diferente, interrumpirle constantemente, ocupar abusivamente el lugar del que está enfrente, no respetar las reglas, sonreír despectivamente para tratar de ridiculizar al contrario, despreciar los argumentos en lugar de contestarlos, mentir sin reparo, recurrir, incluso, a aspectos de la vida privada que no tienen nada que ver con lo que se debate, hacer monólogos sucesivos o ignorar a los moderadores no puede ser la tónica de un debate entre quien nos gobierna y quien aspira a gobernarnos. Hay datos irrebatibles, no obstante, de que el presidente del Gobierno abusó de todo esto al menos el doble que su oponente. Y por eso, entre otras razones, perdió claramente el debate.
Pero ya digo que no es el único. Esa conducta viene siendo habitual en políticos de diferente signo, con mayor o menor frecuencia, como Pablo Iglesias, maestro en el insulto, la amenaza o la descalificación de cualquiera. Y sus compañeras Montero, Belarra o la ínclita Pam que, por ejemplo, lamenta que la madre de Abascal no abortara. Sin olvidar a Otegui, Puigdemont o Rufián, éste conjugando el sarcasmo con la ironía.
Hay varios ministros del Gobierno, encabezados por Bolaños, tratando de que el presidente no se sienta solo en esto. Y en las filas de la derecha, Abascal, acompañado de algunos de los suyos y, a veces Isabel Díaz Ayuso, no se quedan atrás.
El amor y la ética en política son muy escasos y poco frecuentes. Es urgente recuperar, sobre todo por parte de la clase política que nos gobierna, pero no sólo por ella, la mesura, la capacidad de acordar, la honestidad, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace y, sobre todo, el respeto al contrario. La política actual representa el fracaso de los lideres, pero también el de toda la sociedad. Eso sí, hay un dato para el optimismo: la capacidad de mejora es casi infinita.