Probablemente no hay una diplomacia más curtida y sofisticada que la diplomacia vaticana. O, para ser más precisos, pontificia. (Son diferentes, aunque a estas alturas sea virtualmente imposible distinguirlas). Ninguna otra cuenta con una trayectoria más larga, ni ha sorteado tantos avatares. Ninguna otra se ha sobrevivido a sí misma tantas veces. Muy pocas (quizá ninguna) han tenido influencia comparable en el curso de la historia. No es ninguna hipérbole. Que Brasil hable portugués, mientras prácticamente todo el resto de Suramérica habla español, es consecuencia -al menos parcial- de un dictamen pontificio: las bulas Inter Cætera, de Alejandro VI (que, al parecer, fue mejor príncipe que papa), adjudicaron las tierras e islas descubiertas y por descubrir en el Nuevo Mundo a Castilla y Aragón, y sentaron las bases de una repartición que, en lo esencial, aún perdura. Con algunos ajustes, claro está, y a pesar de intermitentes incursiones foráneas y del establecimiento tardío de uno que otro enclave que aún subsiste.
Lo anterior no significa, sin embargo, que la diplomacia pontificia lo tenga siempre fácil, ni que siempre acierte. Si la diplomacia es un arte, también hay en ella artesanos chapuceros. Y aunque el Papa sea infalible en cuestiones de fe y de moral, no lo es en cuestiones políticas, ni geopolíticas, y tampoco diplomáticas. A fin de cuentas, el Reino del que es vicario no es de este mundo.
La guerra en Ucrania supone tal vez el más importante desafío que haya enfrentado la diplomacia pontificia en las últimas tres décadas. No sólo por la gravedad de los hechos y sus implicaciones, sino por lo que, mal que bien, creyentes y no creyentes esperan del papa, como cabeza de la Iglesia católica y referente moral, en estas circunstancias. Y, también, porque la cuestión religiosa no ha sido ajena a la conflagración. Putin ha sabido servirse de la Iglesia ortodoxa rusa, como hicieron antes bolcheviques y zares, para apuntalar su proyecto político y exacerbar el nacionalismo sin el cual éste no sería viable. A fin de cuentas, “En Rusia solo son posibles dos cosas: la ortodoxia y la autocracia”, según dijo el escritor Mijaíl Bulgákov. La una y la otra se necesitan recíprocamente, en una simbiosis que -como tantas cosas en Rusia- es acaso un remanente bizantino.
Un desafío de la mayor envergadura, que obligará a Francisco a hacer maromas (como las que hizo la semana pasada, en la entrevista que concedió al Corriere della Sera) y a hablar duro (como días atrás, con el patriarca Kiril de Moscú). Pero ineludible. Porque, tal como señala el Catecismo, “Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras”, pero no se puede negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa. Y porque (nadie debe saberlo mejor que el sumo pontífice) “Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales