Durante el último mes la agenda diplomática internacional ha estado llena de cumbres. La Cumbre de las Américas, con naturales ausencias, insólitas apologías, y trasnochados reproches. La del G7, en las montañas bávaras, y en la que los líderes del occidente geopolítico tuvieron tiempo para todo, incluso para el humor. Inmediatamente después fue la de la OTAN en Madrid, donde la alianza adoptó un nuevo Concepto Estratégico -su hoja de ruta para los próximos años-, tan importante en términos prácticos como jurídicamente lo es el Tratado de Washington que le dio origen en 1949.
También hubo una cumbre de los BRICS (en modalidad remota y presidida por China), que Rusia aprovechó para promover la membresía de Irán y de Argentina, en este caso, quizá, por gratitud para con el presidente Fernández, que el pasado mes de febrero ofreció su país a Putin como “puerta de entrada a América Latina”. Y hace tan sólo unos días se dieron cita en Bali los ministros de Asuntos Exteriores del G20, sin que quedara mucho del encuentro -ni siquiera la tradicional foto de familia-, porque, como están las cosas, a muy pocos les llamó la atención posar junto al señor Lavrov, que cada vez está menos fotogénico.
Hubo, mejor dicho, cumbres de todas las alturas, para todos los gustos, y con variopintos resultados. “Diplomacia orográfica”: así podría llamarse esta diplomacia de cumbres -de encuentros más o menos formales, más o menos recurrentes, ocasionalmente extraordinarios, pero siempre al más alto nivel de la política exterior de los Estados-, cuya práctica es actualmente tan habitual que, en algunos casos, se ha hecho incluso rutinaria (como ocurre, por ejemplo, con el Consejo Europeo, uno de los centros de gravedad de la Unión Europea, que se reúne al menos cuatro veces cada año).
Si la orografía es esa parte de la geografía física que trata de la descripción de las montañas, la diplomacia de cumbres ofrece -más allá de su utilidad concreta para las relaciones entre los Estados- una verosímil descripción de la escena política internacional. En dónde se realizan, en qué marco se convocan, quiénes concurren (y quienes no, y por qué causa o con qué excusa), qué se decide en ellas y con qué alcance, qué dicen o qué callan las declaraciones y los documentos que se adoptan, qué versión de la historia narran los discursos de los líderes que en ellas participan, qué tan efusivamente se saludan unos y cómo otros se eluden, qué reuniones paralelas se realizan, a quién se aplaude y quién se retira cuando otro habla…
Las cumbres son como atlas, en los que va quedando plasmado el relieve de las relaciones internacionales -con todos sus accidentes y ajustes tectónicos-. Leer estos atlas, interpretarlos, ubicarse en ellos, sin embargo, es menos sencillo de lo que puede pensarse a simple vista.
Por eso a veces cuesta tanto explicarlos. Por eso a veces confunden, incluso a quienes no son ajenos a tales cartografías y algo entienden de flechas de norte, barras de escala, y convenciones.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales