Termina un año de muchas sorpresas, sobre todo políticas, en todos los rincones del mundo. A riesgo de ser repetitivos, recordemos el Brexit, la elección de Donad Trump como presidente de Estados Unidos, el resultado negativo en un referéndum en Suiza que pretendió garantizar una renta mínima a toda su población, trabajaran o no, y, por supuesto, el sorpresivo triunfo del No en el plebiscito de octubre en Colombia.
Pareciera que la gente no encuentra en la actualidad motivos para afiliarse a ningún partido político, lo cual puede ser una tendencia definitiva; partidos que, a su vez, dejaron de ser los vehículos de movilización de las ideas que pretendan el bienestar y la equidad para todos.
Está claro: el pueblo está desencantado de la mayoría de los políticos, por la burla frecuente a la que es sometido y que comprueba al contrastar las promesas que recibe durante las campañas con las realidades que más tarde se padecen.
Resaltando esto último, es lamentable que estemos a pocas horas de recibir el más amargo de los aguinaldos por parte de quien prometió como candidato en debate televisado, que podía firmar sobre mármol que jamás subiría los impuestos durante su mandato.
Pero durante estos seis años, quien hiciera esa promesa, ha realizado tres reformas tributarias. En promedio una cada dos años, todas con el rótulo de inaplazables, aunque también, presentadas como definitivas y benéficas.
Sin embargo, ésta no es la única causa de desesperanza entre la gente; prima también el errático manejo cotidiano: contradicciones entre lo que se anuncia y lo que luego se hace.
Es el caso delas promesas hechas el mismo día en que perdió el plebiscito, anunciando que se trabajaría con los voceros del No para lograr un nuevo y mejor acuerdo de paz con las Farc, para que pocas semanas después, tras mucha pantomima, se volviera a firmar el mismo, aunque con algunos retoques y maquillaje.
Nunca olvido, sin ser abogado, los reiterados consejos que mi padre daba a sus estudiantes de la cátedra de Derecho Romano en la Universidad del Atlántico. Siempre resaltaba, dedicándole varias clases al tema, que uno de los delitos que se castigaba ejemplarmente en aquel sistema judicial era el de la esperanza burlada.
La civilización creada por aquel imperio perseguía y consideraba despreciable a quien sacara provecho propio alimentando la esperanza de los demás, consiguiendo su apoyo primero, pero incumpliendo luego sus promesas.
Tal vez sea el momento de revivir este concepto para rectificar el rumbo colectivo.