Cerca del 70% de la superficie del planeta corresponde a los océanos. El planeta Tierra es, a decir verdad, mucho más mar que tierra. Hay algo de injusto en el nombre, y aquello de “planeta azul”, lejos de remediarlo, lo hace aún más ostensible. Además, no es sólo una cuestión física. Los mares han ocupado un lugar central en la historia de la humanidad.
Las exploraciones marítimas han jugado un papel crucial en el desarrollo de las civilizaciones, y han definido la suerte de muchas de ellas. El comercio marítimo ha sido fuente de riqueza y bienestar para el conjunto de las naciones, y así es hoy, a una escala sin precedentes, si se tiene en cuenta que alrededor del 80% del intercambio internacional de bienes se realiza por vía marítima.
Parece, sin embargo, que mares y océanos reciben, en la discusión de los asuntos internacionales, menos atención de la que merecen. Y que, la que obtienen, depende todavía de una mirada más bien miope, que no reconoce, en toda su extensión y con toda su profundidad, su importancia estratégica, su relevancia económica, su valor ecológico, su significado cultural, ni lo que representan -como problema y posibilidad- para el presente y el futuro del planeta. Es incomprensible que así sea.
Eso, sin embargo, podría estar cambiando. Algo de esperanza (la necesaria, aunque aún no la suficiente) suscita la realización de la One Ocean Summit, celebrada días atrás a instancias de Francia y la Unión Europea. Además de los 41 Estados participantes -entre ellos Colombia-, concurrieron a ella organizaciones internacionales como la Unesco y la OMI, organizaciones cívicas, centros de investigación, empresas navieras y portuarias, entre otros.
El resultado quedó consignado en los llamados “Compromisos de Brest por los Océanos”, que establecen una hoja de ruta para impulsar el mejoramiento y la adaptación de la gobernanza global de los océanos a los desafíos contemporáneos, una tarea, como tantas otras, demasiado seria como para dejarla en manos de los Estados solamente.
Tres de esos compromisos resultan especialmente significativos: la conformación de una coalición para que este año se adopte un tratado internacional sobre el uso sostenible de las aguas internacionales y la protección de su biodiversidad (área en la cual impera un relativo vacío jurídico); el fortalecimiento de la lucha y la cooperación contra la pesca ilegal (y contra su devastador impacto ambiental, económico y social); y la definición de medidas para hacer más sostenible el transporte marítimo (cuyo peso específico en el cambio climático es indiscutible).
Como país bioceánico que aún debe llegar a serlo realmente, Colombia tiene la vocación y la responsabilidad de involucrarse en la gobernanza global de los océanos. Pero para hacerlo no basta estar en Brest -en la cumbre y en los compromisos- coliderando la Coalición para el Carbono Azul y adhiriendo al Compromiso Global por la Nueva Economía de los Plásticos. Debe estar, en primer lugar, en sus propios mares: los mismos que ha mirado con desdén y miopemente durante demasiados años.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales