La historia nació de la ambición natural de honor y de inmortalidad que en todos los hombres existe, y que los lleva a conocer los hechos heroicos de sus mayores. Por eso, se levantaron estatuas y monumentos; por eso, cuando no estaba inventada la escritura se conservaba oralmente la tradición de las cosas pasadas. Es, pues, la historia, una narración verdadera, elegante y culta, de alguna cosa hecha o dicha, para que su conocimiento se imprima profundamente en el entendimiento de los hombres; adquiriendo eternidad, al consignarse en los monumentos históricos las cosas que de suyo son frágiles y deleznables.
Debe combatirse la opinión de Dionisio de Halicarnaso, que cree que el asunto de la historia debe ser siempre agradable al lector, y por eso se prefiere Herodoto a Tucídides. Con plena honradez debe contarse todo, aunque sea áspero, duro y amargo: el historiador no tiene opción para escoger las cosas; no puede omitir, ni pasar en silencio, nada que sea digno de saberse, por más que favorezca a nuestros adversarios, por más que nos sea molesto y peligroso, por más que nos parezca enfadoso y pobre.
A toda historia debe preceder algo de general, como una especie de tesis, que de unidad a la obra. La idea nuestra consiste en decir las cosas descarnadamente: destacando lo positivo y lo negativo. El amor a la verdad, debe recomendarse, en primer término porque no se escribe historia ni para gloria del autor, ni para gloria de la nación a que se pertenece, sino para utilidad pública, nacida del convencimiento de la verdad.
El estilo de la historia ha de ser un medio entre la poesía y la filosofía, tomando de la una la gravedad, la templanza, el nervio; de la otra, la hermosura, el calor, la amenidad, la elevación.
Fray Jerónimo de San José concebía así la historia: “yacen como en sepulcros, gastados y deshechos en los monumentos de la venerable antigüedad, vestigios de sus cosas; conservasen allí polvo y cenizas, o cuando mejor huesos secos de cuerpos enterrados, eso es, indicios de acaecimientos cuya memoria casi del todo pereció, a los cuales para restituirles vida el historiador ha de menester, cual otro Ezequiel, vaticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos, engarzarlos, dándoles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la disposición y cuerpo de la historia; añadirles para su enlazamiento y fortaleza, nervios de bien trabajadas junturas, vestirlos de carne como raros y notables apoyos; extender sobre todo este cuerpo así dispuesto una hermosa piel de varía y bien seguida narración, y, últimamente, infundirle un soplo de vida, con la energía de un tan vivo decir, que parezca bullir y menearse las cosas de que trata en medio de la pluma y el papel”.
Este planteamiento es pintoresco pero hermoso. La historia no puede idearse como un cantón de dispersos fragmentos, sino como cuerpo organizado y vivo, como con el soplo de vida que anima el cementerio de las edades.
Estamos de acuerdo con quienes opinan que la historia es un arte, pero también es una ciencia; pide al escritor inspiración, pero también le pide reflexión; si ella tiene por obrera la imaginación creadora, tiene por instrumento la crítica prudente y la generalización circunsperfecta; es necesario que sus pinturas sean tan vivaces como las de la poesía; pero también es necesario que su estilo sea tan exacto, sus divisiones tan determinadas, sus leyes tan comprobadas y sus inducciones tan precisas, como las de la historia natural.
Algunos investigadores fueron verdaderos artistas, “El Inca” Garcilaso De La Vega ofrece en sus Cometarios Reales un modelo de relato poético a la vez que histórico. Por las páginas de Michelet corre un torrente épico. Igual sucede con la historia de los Girondinos de La Martine. Estos autores son modelo de hombres de letras al parque de la ciencia. En ellos, la historia busca al mismo tiempo belleza y verdad.