Desde 2005, el Foro Económico Mundial elabora anualmente, con la participación de un variopinto conjunto de observadores y analistas, el Reporte de riesgos globales, una suerte de radiografía del estado del mundo, que dice tanto de lo que muestra, como de aquello que, por alguna razón, no alcanza a aparecer en ella.
Un riesgo global es un evento o condición incierta que, si ocurre, podría causar un impacto negativo significativo para varios países, actividades, sectores, o industrias, con efectos prolongados en el tiempo. Hasta ahora, los económicos y los ambientales han dominado el panorama de los riesgos globales. En los reportes más recientes, los tecnológicos y los societales han ganado terreno. Y aunque siempre ha habido lugar para los riesgos geopolíticos, este ha sido más bien residual: sólo uno de ellos -la “confrontación geoeconómica”- figura este año entre los más graves que podrían materializarse durante la próxima década.
Este podría ser un error de óptica que la guerra en Ucrania obliga a corregir, al demostrar una vez más, trágicamente, que los conflictos interestatales -el más elemental de los riesgos geopolíticos- representan el mayor y más grave de todos los riesgos.
En efecto: este conflicto bélico está ensanchando una fractura en las relaciones interestatales a escala mundial; ha puesto en una encrucijada a varias instituciones multilaterales; ha revivido el peligro asociado al uso de armas de destrucción masiva; ha exacerbado la competencia por recursos estratégicos y evidenciado los alcances que puede tener la confrontación geoeconómica. Como consecuencia de la agresión que ha sufrido, un gran Estado europeo podría acabar convertido en fallido. Y algunos analistas han advertido que la guerra y sus secuelas podrían dar pábulo a distintas expresiones de terrorismo.
Una economía principal podría verse abocada a una crisis de deuda, y algunas industrias de importancia sistémica, al colapso. Añádanse a ello (más) disrupciones en el mercado de materias primas, (adicionales y) crecientes dificultades para estabilizar los precios, y el estancamiento económico prolongado que podría seguirse de ello -como si no bastara lo que ya provocó la pandemia-.
Dos riesgos societales bastan para suscitar justificadas preocupaciones: la mayor migración involuntaria en Europa desde la II Guerra Mundial y la inminencia de una aguda crisis alimentaria con efectos potencialmente catastróficos para la estabilidad política y social en varios países, incluso lejanos al campo de batalla.
Las fallas en las medidas de ciberseguridad y el daño de redes e infraestructura crítica de información forman parte ya del inventario de consecuencias de la guerra en Ucrania. La masificación de la desinformación y la censura que han entrado en juego en la confrontación ilustran algunos de los efectos adversos de los avances tecnológicos.
Finalmente -aunque, en realidad, sin acabar- toda guerra supone daños ambientales antropogénicos (lo que podría suceder, por ejemplo, con el ataque intencional o accidental a una central nuclear). Pero tratándose de riesgos ambientales, lo más catastrófico es que el extravío de la guerra en Ucrania distrae y dificulta la atención de otras prioridades, como la urgente (y ya algo tardía) adaptación global al cambio climático.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales