La resurrección de Cristo constituye, como hecho real y concreto, y como misterio y revelación, la piedra angular del cristianismo. A fin de cuentas, como dice San Pablo en la I Carta a los Corintios: si Cristo no ha resucitado, vana es la fe de los creyentes y vano también el testimonio que a lo largo de dos milenios han dado y siguen dando muchos de ellos.
Muchos cristianos, sin embargo, no han podido celebrar la Pascua, a pesar de que la libertad religiosa es un derecho fundamental que los gobiernos y las sociedades están obligados a garantizar y proteger. Especialmente, los gobiernos democráticos y las sociedades libres, pues sin libertad religiosa, con todo lo que ésta implica, y con el sentido peculiar del que impregna el ejercicio de otros tantos derechos y libertades, ninguna sociedad es auténticamente libre y ningún gobierno es verdaderamente democrático.
Resulta inevitable evocar, a propósito de estas reflexiones, el memorable discurso pronunciado por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt ante el Congreso de su país el 6 de enero de 1941. En este discurso, y contra el trágico telón de fondo de la II Guerra Mundial, Roosevelt sintetizó las aspiraciones de toda sociedad libre -como opuesta a cualquier tiranía- en “cuatro libertades humanas esenciales”: la libertad de expresión, la libertad religiosa, la libertad de desear una vida mejor y la libertad de vivir sin miedo. Esas aspiraciones siguen siendo tan relevantes hoy como entonces, y en modo alguno están aseguradas.
Ochenta años después, millones de personas en todo el mundo viven privadas del pleno ejercicio y goce de su libertad “para adorar a Dios a su propio modo”. Incluso en algunos países que se vanaglorian sonoramente de su condición de democracias liberales esa libertad se encuentra bajo asedio. En muchos casos, paradójicamente, ese asedio se justifica en nombre mismo de la libertad y del pluralismo. Pareciera que para muchos líderes políticos y para otros actores sociales la libertad religiosa es hoy un derecho de segunda categoría, uno cuyo ejercicio debería permanecer confinado al ámbito más estricto y prácticamente secreto de la vida privada.
Ello desconoce dos verdades de Perogrullo. La primera, que la negación de la libertad religiosa pone en entredicho un conjunto más amplio de libertades: de asociación, de expresión, de pensamiento, de conciencia, y de enseñanza y aprendizaje, entre otras. La segunda, que la práctica y la vivencia de la fe religiosa tienen una dimensión inherentemente comunitaria, y por lo tanto son pública y socialmente significativas.
La persecución religiosa se expresa actualmente de las más diversas maneras, unas más explícitas que otras, todas ellas igualmente execrables e incompatibles con una defensa honesta e integral de los derechos humanos. Da lo mismo que se justifique en nombre de la seguridad nacional, de la neutralidad confesional de las instituciones políticas, de la autonomía individual, de las identidades colectivas, de otros derechos, o de la religión misma.
La libertad religiosa es condición necesaria para la realización personal y fundamento de la convivencia cívica. Ninguna de éstas se puede alcanzar a costa de aquella.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales