La demagogia -o el populismo actual- es una degradación de la política, dijo Aristóteles en su libro La Política. Este fenómeno se extiende como un fantasma a través de las naciones, desde las más poderosas hasta las “repúblicas banana”, y es fuerte en aquellas donde la mano del Estado tiene más capacidad de ayudar a los menos favorecidos, aun cuando también en los países pobres y los emergentes; por ello, vemos florecer a un buen número de gobernantes populistas y demagogos en América Latina, comenzando por el grupo de los parias económicos: Venezuela, Nicaragua y Cuba, a los que se suman otros como México, Colombia y Chile.
El populismo se define como el modelo de gobierno que busca halagar a los electores de determinados grupos poblacionales con el objeto de conquistar su favorabilidad, acudiendo a contrastar las injusticias creadas por las diferencias de clase. La demagogia no plantea necesariamente un escenario de lucha de clases: se puede ser un demagogo de extrema derecha como Hitler, Mussolini, e inclusive Perón, todos ellos dotados de cierto carisma.
Hasta hace algún tiempo, la medición de la favorabilidad o aceptación popular era mediada por instituciones como los parlamentos, los medios de comunicación o las asociaciones que representaban a grupos de interés.
Ahora, las encuestas han reemplazado el papel de la representación política y constituyen un termómetro bastante preciso para medir la aceptación o el rechazo del pueblo a sus gobernantes o a instituciones públicas y privadas, y son, por ello, útiles como forma de medición de la aceptación popular; lo malo es que pueden desviar la atención de los gobernantes de programas necesarios, pero impopulares.
El populismo es un fenómeno que afecta tanto a gobiernos de izquierda como de derecha, al explotar lo emocional y las necesidades: casi todos los dictadores militares de décadas anteriores defendían tesis cercanas al fascismo, pero se sostenían en el poder ofreciendo dádivas y favores a los más pobres o, cuando tenían lugar las elecciones, a grupos mayoritarios capaces de definir los resultados electorales.
El primer paso para adoptar el “método populista” es el discurso emotivo y favorable al pueblo raso durante las campañas electorales, ofreciendo promesas y halagos que suelen ir más allá de las reales posibilidades de cumplimiento. El discurso se mantiene durante el ejercicio del poder, pero se sofistica y se complementa con costosas campañas publicitarias en las que se trata de mostrar cómo el gobernante favorece a los más pobres y a sus electores. Al final, el plan de gobierno termina en un plan y unas políticas públicas que buscan mantener la simpatía de las masas gracias a los favores otorgados. Se pasa de un estilo de gobernar a un modelo económico populista.
Los gobiernos populistas acuden a diferentes estrategias para atraer la atención y aceptación de las masas desprotegidas, o inclusive de las clases medias: años atrás fue la repartición directa de bienes en forma de obsequios, tales como mercados o insumos de construcción; ahora, la operación se ha sofisticado, y los subsidios masivos son la forma más eficaz, eficiente y sencilla de manejar.
Ahora bien, subsidiar a algunos grupos poblacionales es justo, y equivale a introducir la renta mínima o a nivelar a personas que no tienen alternativas de ingreso, como son los ancianos, las mujeres cabeza de familia o los cuidadores.
En Colombia, los subsidios han sido el vehículo preferido por gobiernos de diferente orientación ideológica, llegando a constituir cerca la quinta parte del presupuesto de gastos y asignaciones. Durante la pandemia, por fuerza mayor, fue necesario establecer subsidios; empero, algunos se mantuvieron, creando dependencia.
En Estados Unidos, en la pospandemia, una alta proporción de receptores de subsidio prefirieron estos a tener que trabajar; aquí puede estar sucediendo algo parecido: las familias prefieren vivir en una pobreza subsidiada que buscar trabajo.
El populismo ofrece dos amenazas importantes: una agenda de cambios inconveniente orientada solo a complacer a las masas (reformas a la salud, al empleo, la seguridad social, la educación, entre otras) y la búsqueda de mecanismos de validación a sus consignas que implica la amenaza con citar a un referendo o a reformas constitucionales y, cuando esto no es fácil, al expediente de la movilización de masas, amparándose en su propio electorado o en sectores favorables (sindicatos o redes sociales pagadas) como lo ha hecho nuestro gobernante. ¿Hasta cuándo nuestro país y América Latina tendrán que padecer esta especie de patología política?
*Miembro Consejo Superior Universidad Central