Antes de ser ministro de Petro, a Luis Fernando Velasco lo conocí cuando era presidente del Senado y yo colaboraba en la oficina de prensa del Congreso. Me formé de él un buen concepto, lo veía como hombre carismático, de buena estampa, buen orador, había sido concejal y alcalde de Popayán, su cuna, y lo reconocía como a un futuro “presidenciable” por su Partido Liberal.
Pero las cosas cambian. A quien auguraba un gran futuro dentro de su partido, resultó ser “desertor” de la colectividad y me enteré, por TV en plena campaña electoral, cuando Velasco viajó a mi tierra -la misma de su “jefe natural”, César Gaviria- y me quedé “más quieto que caballo de fotógrafo”, cuando se declaró petrista integral y gritaba a voz en cuello su apoyo irrestricto al futuro presidente. Con alguien comenté: “eso que lo hagan los Barreras y los Benedetti, camaleones profesionales, famosos por su habilidad de cambiar de color según las circunstancias y el sol que más alumbre, pero Luis Fernando…
Luego del hielo me vino la frustración, pensando en el coraje de la decadencia, pues una cosa es que “la política sea dinámica”, como lo diría ese pensador contemporáneo llamado Sabas Pretelt, pero otra es pasar del centro a la izquierda extrema (“vueltacanela”) aun sabiendo, como tenía que saberlo, que su nuevo jefe era un político resentido, con alma subversiva y talante dictatorial, empeñado en arrearnos, como burros, por las praderas venezolanas. Entonces, ¿en qué “chuspa” se metió nuestro doctor y en qué líos con la UNGRD? Quizás para tener un poder efímero y luego quedar mirando para el Páramo tembloroso del Puracé, porque no le veo ni un cabello de vocación de Diosdado.
Post-it. Después de 40 años poco han cambiado las cosas. Todo sigue ahí, igual “dentro de la relatividad cósmica”, como diría nuestro profesor Jorge Cubides Camacho, parte de un selecto grupo de catedráticos como Rodrigo Noguera Laborde, León Posse Arboleda, Guillermo Ospina Fernández, Enrique Gutiérrez Anzola, Bernardo Gaitán Mahecha, Gabriel Melo Guevara, Fernando Londoño, Juan Camilo Restrepo, Hugo Palacios, José Gregorio Hernández, y Rafael Nieto Navia, por cuya salud rogamos.
Desde entonces, la Pontificia Universidad Javeriana ya era una de las más prestigiosas de Latinoamérica y su facultad de Derecho parecía una fábrica de ministros de Estado, llegando a contabilizar hasta medio gabinete conformado por docentes quienes, a la hora del recreo, compartiendo café en la oficina del Decano, Gabriel Giraldo, ilustre sacerdote marinillo, con él como cabeza visible, aprovechaban para esculpir las grandes decisiones nacionales.
Conservadores y liberales de todos los matices coincidían allí y algunos de los más brillantes exponentes de la clase política resultaron ser presidentes de la República y otros candidatos presidenciales, varios de los cuales cayeron bajo las balas fratricidas, dicen, y uno de ellos resultó muerto cuando salía de dictar su cátedra en su nueva universidad, a espaldas de los organismos de seguridad del otro, por conspiración de terceros, hechos cuya sumatoria aceleraron el ascenso a los cielos del octogenario jesuita que a partir entonces gozaría, en pleno, de la Compañía de Jesús.
También trascendieron siete compañeros del alma: Samuel Velasco Zea, Oscar Emilio Guerra, Lucas Robledo, María del Rosario Silva, Ana María Ogliastri, Roy Phillip Parrish y Clara Cecilia Mosquera Paz. Cuarenta más, supérstites, nos congregamos hoy en Santiago de Cali para brindar por la vida y por esos primeros 40 años de ejercicio profesional.