Nadie sabe en qué dirección seguirán desarrollándose los eventos en Ucrania, ni mucho menos cuál será su desenlace -si acaso llega a producirse algo digno de ese nombre-, en lo que bien podría acabar siendo un punto peligrosamente congelado del calentamiento geopolítico que parece ser el signo de estos tiempos. No hay tarot ni teoría que sirva para anticipar el curso de los hechos; ni psicoanálisis que baste para develar lo que pasa por la mente de quienes tienen en sus manos las cuerdas para desatar un nudo que ha venido tejiéndose, hasta hacerse gordiano, desde hace por lo menos 20 años.
Pero eso no exonera de identificar algunas lecciones, asaz preliminares, útiles, no tanto por las preguntas que responden, sino por las que ayudan a ir planteando y perfilando, tan bien como se puede y como lo permite el volátil giro de los acontecimientos.
Va quedando claro, por ejemplo, que la “tensión ruso-ucraniana” es mucho más que rusa y ucraniana. Por eso resulta más preciso hablar de una “crisis de seguridad en Europa”, que reverbera globalmente, y de cuyos reflejos difícilmente escapará el resto del mundo.
Queda claro, así mismo, que el derecho internacional importa. La principal demanda de Moscú -sobre la expansión y el despliegue de la OTAN- se ha traducido en la exigencia de una garantía jurídica vinculante, un tratado (inviable, tal como ha sido planteado) que supondría tocar algunas de las fibras más sensibles del orden legal internacional: la soberanía y la libertad de asociación de los Estados. El límite entre la mera intimidación armada -incluso si es masiva- y la agresión o la amenaza del uso de la fuerza, con todo lo que ello implica, también es cuestión jurídica, que habrá que sopesar, llegado el caso, con racionalidad política.
Nadie se engañe: la historia no es inofensiva. Y hay que ver cómo ha entrado en juego en el discurso de Putin, para quien Rusia y Ucrania “son el mismo pueblo”, y que ha logrado persuadir a más de uno de que Rusia es víctima del incumplimiento de una promesa nunca hecha sobre los límites territoriales de la Alianza Atlántica.
Lo que se dice cuenta tanto como lo que se calla, y así lo prueba la declaración conjunta ruso-china del pasado 4 de febrero, en la que se omiten palabras como “Ucrania” y “alianza”, mientras se rechaza explícitamente cualquier “ampliación de la OTAN” y se postula, como principio rector de la “nueva era de las relaciones internacionales”, que “corresponde únicamente al pueblo de cada país decidir si su Estado es democrático”.
Festina lente, decían los latinos. Sobre todo, en diplomacia: pues del apurado anuncio francés, tras la entrevista de Macron con Putin, de que Rusia no emprendería nuevas iniciativas militares, quedó no sólo el inmediato (y vergonzoso) desmentido, sino el despliegue de unos ejercicios militares en el mar Negro y en Azov, que rayan fácilmente en el bloqueo de los puertos ucranianos.
Lecciones preliminares, sí. Pero de las que alguna cosa se puede ir aprendiendo -o recordando-.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales