Desde la consolidación de su independencia, Colombia ha cambiado cinco veces de nombre. Nació como República de Colombia (nunca fue “Gran Colombia”). Luego fue República de la Nueva Granada, Confederación Granadina, y Estados Unidos de Colombia, hasta recuperar su prístino nombre en 1886. Acaso haya un ensayo o investigación que se ocupe del asunto y sus pormenores. Si no es así, alguien debería ponerse en la tarea. Alguna revelación sobre la identidad nacional y el sentido más profundo de la historia del país podrían emerger de una reflexión o una indagación semejantes.
(Por otro lado, quién sabe -como van las cosas- cuánto más conservará Colombia su actual nombre. Un nombre cuya paternidad quizá corresponde a Fray Bartolomé de las Casas, que tuvo vocación continental antes que nacional; y que evoca al descubridor de América, cosa que probablemente irrita, hasta la indignación histriónica, a algunos “distoriadores” tan “progresistas” como inexplicablemente “populares”).
En todo caso -antes de que esto se añada al catálogo de “excepcionalidades” que algunos atribuyen al país para “explicar” su trayectoria histórica-, Colombia no ha sido el único en hacerlo. Otros Estados han cambiado de nombre, o han pedido ser llamados de una forma específica, más de una vez, y por muy variadas (y combinadas) razones.
A veces es para romper con el pasado y otras para reivindicarlo -casi siempre lo uno implica, de alguna forma, lo otro-. Desde 1972, la antigua Ceilán se llama Sri Lanka; y Dahomey es Benín desde 1975. El año pasado se propuso rebautizar a Nueva Zelanda, oficialmente, como Aotearoa (que en maorí significa “larga nube blanca”).
En otras ocasiones, más vale un cambio de nombre que un mal pleito. La Antigua República Yugoslavia de Macedonia quiso llamarse Macedonia, pero acabó resignándose a ser Macedonia del Norte. Había que tranquilizar a los vecinos griegos (que tienen su propia Macedonia) e ingresar a la OTAN.
De vez en cuando, la decisión tiene mucho de mercadotecnia. De República Checa a Chequia, hubo todo un cambio de marca (qué tan exitoso haya sido, es otra cosa). Por mercadotecnia y, además, por precisión geográfica, desde 2020, Holanda pasó a ser Países Bajos.
Puede ser cuestión de identidad. Como cuando Costa de Marfil decidió que, para todo el mundo, sería Côte d’Ivoire; o como cuando Alto Volta pasó a ser Burkina Faso.
O para satisfacer un capricho de los gobernantes, como en Venezuela, hoy “Bolivariana” -lo que quiera que eso signifique-. Por eso, y también para evitar confusiones, Suazilandia -que no se parece en nada a Suiza, salvo en lo de ser país mediterráneo- es actualmente Esuatini.
Ahora el turno es para Turquía, que desde el pasado miércoles y para todos los efectos deberá llamarse y decirse Türkiye. Como le han dicho los turcos, en turco, desde hace casi un siglo. Como quiere el presidente Erdoğan que se le diga, no sólo en turco. Porque Turquía no es ningún pavo (turkey), ave además nativa de occidente. Y porque no hay mayor muestra de poder que imponerles un nombre a las cosas.
+Analista y profesor de Relaciones Internacionales