“¡A horse, a horse! My kingdom for a horse” clamaba, desesperadamente, Ricardo III en la batalla de Bosworth (1485), que selló su destino y también el de Inglaterra. Súplica vana, pues acabó sin caballo y sin reino (huelga decir que sin vida). Dejó, eso sí, por cuenta de Shakespeare -que puso esas palabras en su boca- una lección de enorme valor estratégico y diplomático: que a veces las cuestiones más cruciales de la política y la guerra (que no es sino la prolongación de la política con la incorporación de otros medios, como dijo Clausewitz) acaban dependiendo de cosas aparentemente triviales. Como podría serlo, para quienes miran con escepticismo el papel del derecho y ponen en entredicho su peso específico en los asuntos internacionales, la suscripción de un tratado internacional.
Sin embargo, es precisamente un tratado lo que viene reclamando Rusia de “Occidente”, es decir, de Estados Unidos y sus aliados europeos, pero sobre todo de aquellos, aunque estos se resientan al verse relegados, en sus propios feudos, al papel de segundones. Un tratado, o dos, para ser exactos, uno con Estados Unidos y otro con el conjunto de la OTAN, cuyos borradores, meticulosamente redactados en el Kremlin, recibieron hace justo un mes los estadounidenses. Uno, o mejor dos tratados, en que los rusos no han dejado de insistir, y que parecen ser la piedra angular de sus condiciones para desactivar la crisis ucraniana, hoy agudizada y ya largamente fermentada. Un tratado, o dos, basados en que Estados Unidos y sus aliados asuman el compromiso expreso y jurídicamente vinculante de “abstenerse de cualquier nueva ampliación de la OTAN, incluida la adhesión de Ucrania y otros Estados” -según reza uno de los textos propuestos-.
¿Qué mejor manera de desactivar una crisis internacional, acaso la más grave de los últimos veinte años, y prevenir otras, que a través del derecho? ¿No es así como se honra la existencia de aquel orden internacional basado en reglas sobre el que tanto pontifican en Washington y en Bruselas? Poco importa -dirá alguien- que ello implique mutilar, en la práctica, la soberanía de algunos Estados: otras veces se ha hecho; y si París vale una misa, la estabilidad internacional amerita un sacrificio.
Los rusos saben que semejante propuesta carece de futuro, y quizás eso explica su porfía. La negativa de sus contrapartes a considerar la “garantía jurídica” que demandan, pondría en evidencia su contradictoria relación con el orden internacional basado en reglas que dicen defender. Pero, además, crearía una suerte de vacío jurídico, una situación de anomia en la seguridad europea, imputable sólo a ellas y a su intransigencia. Un escenario en el cual podrían actuar, entonces, invocando el mayor margen de maniobra posible, si así lo llegaran a exigir las circunstancias, no al margen de la ley internacional, sino en sus espacios en más grises.
Hay que ver lo que vale un tratado, o dos, aunque sean inviables de antemano. Incluso, como en este caso, cuando se llevan a la mesa arteramente con esa expectativa.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales