Un eufemismo, en el lenguaje común -según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua- es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Se busca aludir a los mismos conceptos -bien que estén representados en sustantivos, adjetivos o frases- pero se quiere hacerlo con elegancia; que se oiga bien; que la respectiva expresión no sea desagradable o vulgar. Pero, desde luego, en sustancia, esos conceptos no sufren por ello cambio alguno. Permanecen iguales. De suerte que, si se trata de un insulto, la palabra suave que sustituye a la fuerte no deja de serlo; sigue siendo un insulto. Muchas veces resulta siendo más degradante y ofensivo.
El eufemismo también se usa en el ámbito político. No son pocos los ejemplos de oradores famosos que, a lo largo de la historia, han usado el eufemismo como parte de sus discursos, en especial los dirigidos contra personas o instituciones en concreto, y han adornado sus palabras -y hasta sus gestos- con expresiones en apariencia agradables, elogiosas o graciosas, de modo que la diatriba o la sátira allí inoculada no mortificara al auditorio, aunque en realidad los contenidos de la arenga o proclama fueran duros, hirientes o -inclusive- calumniosos.
Igualmente, en la literatura. El español Agustín de Rojas plasmó en verso lo afirmado por una distinguida dama: “Ayer un amante orate, mi mano alabó por bella, pero a cada dedo della le dijo su disparate”.
Todo eso ha sido aceptado por la sociedad, aunque siempre pensaremos que es mejor la sinceridad, aunque parezca grosería, que la apariencia externa, no siempre leal. Este Viernes Santo recordábamos a Jesús de Nazareth, que abominaba las elegantes expresiones de los escribas y fariseos, a quienes -de frente y sin rodeos- calificó como “sepulcros blanqueados”.
Convengamos, sin embargo, en aceptar que se use así el lenguaje, “para no ofender” a los auditorios.
Empero, no es aceptable el eufemismo cuando se trata del Estado y de la relación entre gobernantes y gobernados, particularmente en cuanto a políticas públicas, proyectos, decisiones o normas. Esa debe ser una relación transparente y clara, entre otras cosas porque el ciudadano tiene derecho fundamental -art. 20 de la Constitución- a la información veraz e imparcial, que en especial desde el Gobierno se le debe suministrar. Sin subterfugios, ni medios confusos, sin términos o frases que engañan, ocultan o disfrazan, y que, por hacerlo, son desleales.
Decimos esto porque, de un tiempo a esta parte, hace carrera en Colombia el eufemismo, que se traduce en información errónea, engañosa, incompleta, sobre asuntos que son de interés público. Las masacres, según la tendencia, no son masacres sino "homicidios colectivos"; las ejecuciones fuera de combate se llaman “falsos positivos”; al secuestro se lo quiere denominar “simple retención”; las reformas tributarias no son reformas tributarias sino “Ley de Financiamiento”, “Ley de Crecimiento”, “Financiación de la pandemia” o “Reforma Social Estructural”; el desacato a fallos judiciales es apenas “discrepancia”; el ardid y la trampa son “habilidades”; la compra de votos es “estímulo al elector” y la coima es tan solo un “detallito”.
Entendamos. Eso no está bien. Llamemos a las cosas por su nombre.