MARÍA CLARA OSPINA | El Nuevo Siglo
Miércoles, 4 de Septiembre de 2013

Los grafiti afean

 

Todos  tenemos derecho a una ciudad amable, donde se respeten los espacios públicos y privados, donde una obra recién inaugurada se conserve limpia, sin garabatos o grafitis seudoartísticos, políticos u obscenos. Tenemos derecho, porque mantener una ciudad decorosa cuesta mucho dinero. Dinero pagado por todos con nuestros impuestos. Tenemos derecho a que los monumentos no sean destruidos con grafiti, a que las paredes recién pintadas o arregladas permanezcan limpias, las nuestras, las del vecino, las de las escuelas, los museos, los teatros, las iglesias, los cementerios.

No hay derecho a que todo sea garrapateado con bosquejos, horrendos en su mayor parte; a que nada se respete, dizque porque los jóvenes grafiteros se frustran si no se les permite desmandarse con sus aerosoles de pintura.

Hace unos días, con gran molestia, leí en El Tiempo, cómo el vandalismo de algunos grafiteros ha destruido con sus garabatos los esfuerzos realizados en la Candelaria por los jóvenes rehabilitados del Instituto para la Protección de la Niñez y la Juventud, Idipron.

Resulta que la ciudad de Bogotá, representada por el Instituto Distrital de Patrimonio, hace grandes esfuerzos por recuperar la belleza de uno de los tesoros coloniales más importantes de país, el barrio de la Candelaria. Con tal motivo contrató la ayuda de los jóvenes de Idipron para repintar 89 casas en algunos de los lugares más emblemáticos del barrio, como aquellas casas cercanas al Chorro de Quevedo. Pocos días después, esas casas ya estaban cubiertas con grafiti, rayas, obscenidades, o simples garabatos. Solo eso le costó al Distrito 9 millones de pesos.  ¡No hay derecho!

Y, qué tal la destrucción visual de los puentes recién terminados de la calle 26, o de cualquier puente de la ciudad de Bogotá, o, para el efecto, de cualquier ciudad de Colombia.

Esto no es arte, es libertinaje, igual a tirar piedra, u orinarse en lugares públicos. Es destrucción de propiedad privada y pública, la cual, finalmente, también nos pertenece a todos los ciudadanos.

Los grafiti exasperan los ánimos de los ciudadanos y lleva a tragedias, como ya lo vimos con las lamentables y absurdas muertes de los dos grafiteros, Diego Becerra, en Bogotá, e Israel Hernández, en Miami.

Una solución es crear lugares especiales en los barrios para que quienes lo deseen pinten lo que quieran, como quieran. Esto ha tenido éxito en algunas ciudades como Los Ángeles y San Francisco. Lo he visto y lo recomiendo. Los partidarios del grafiti pueden ofrecer las paredes de sus casas, las cuales se registran en las alcaldías locales como disponibles para ese propósito y así ¡todos felices!

Pero lo más importante es la enseñanza por el respeto de lo ajeno. De nada sirve a la sociedad que algunos medios y los mismos padres de algunos grafiteros nos quieran hacer creer que todo grafiti es arte. El grafiti, con muy pocas excepciones, afea y ensucia y sobre todo es una violación del derecho que tenemos todos a disfrutar de una ciudad con paredes limpias.