MARTA LUCÍA RAMÍREZ | El Nuevo Siglo
Martes, 31 de Julio de 2012

Más allá de lo evidente

 

Las posturas alrededor de las declaraciones de Piedad Córdoba a propósito de la “Caravana social y humanitaria” que llevó a cabo el Movimiento Político Marcha Patriótica en la vereda Calandaima del municipio de Miranda, el pasado 28 de junio, son diametralmente opuestas entre sí.

Por un lado, hay quienes consideran que la exsenadora liberal, además de incidir en el episodio infame de que fueron objeto los militares al ser expulsados por más de medio millar de integrantes de la guardia indígena del cerro de Berlín, representa una seria amenaza para la democracia colombiana, concretamente para la estabilidad y legitimidad de las instituciones, a las cuales pretende subvertir, muy a pesar de su posición clave en lo que han sido varios de los procesos de liberación de secuestrados a través de acciones unilaterales.

De otra parte, se encuentran aquellos que respaldan su actuar, sobre la base de que no existe en el país una figura que enarbole las banderas de una oposición categórica y firme que, dentro de los lindes de la libertad a la expresión, a la conciencia e incluso a la protesta, asuma la vocería de asuntos sensibles para la sociedad, sobre todo en tratándose de la defensa de las minorías frente al conflicto armado interno.

Con independencia de la polarización que al respecto pueda generarse, lo que de suyo es pésimo para la gobernabilidad del presidente Santos y la recuperación de la confianza ciudadana, resulta irrazonable e ilógico que pueda tratar de legitimarse una actitud de fuerza contra las vías institucionales y democráticas en que precisamente se funda el Estado colombiano. Eso que ilustres juristas denominarían un Estado inspirado en la ratio iuris.

Resulta contraproducente dividir la fuerza de una sociedad por obra de expresiones desproporcionadas de oposición en las que se incluya la posibilidad de hacer resistencia a las instituciones, máxime cuando ella no comporta la aceptación de los principios que estructuran el orden político, sino más bien todo lo contrario, esto es, desacatarlos y modificarlos por vías no institucionales.

Bajo el prurito de alcanzar la paz no puede legitimarse la violencia, toda vez que el fin siempre exige medios proporcionados a él. Bien sabemos que tenemos que avanzar en la efectividad de los instrumentos con los que contamos, y que presuponemos idóneos para expresar nuestros intereses, tales como son la revocatoria del mandato, el principio de soberanía popular, el control de constitucionalidad, la acción de tutela, las acciones populares, las sanciones penales y disciplinarias y los organismos de control.

Las modificaciones dirigidas a corregir de alguna manera los vacíos o yerros en que incurra el poder político tienen que ser de derecho y no por medio de las vías de hecho, ni mucho menos incitando a derrocar al Presidente legítimamente elegido e instituido. Justamente porque una actuación de hecho no logrará, en ningún caso, el restablecimiento del orden ni el reconocimiento pleno de sus dinámicas, no sólo por su misma ilegitimidad para lograrlo, sino porque en nuestro Estado de Derecho, ello se traduciría en una anarquía que lejos de garantizar la paz nos llevaría de seguro a más violencia.

Es por ello que no resulta aceptable que su llamado a la desobediencia se califique como legítimo derecho a la protesta y por eso esperamos la pronta investigación y pronunciamiento de la Fiscalía.