No es fácil ver más allá de lo evidente, ni oír lo que suena en medio del ruido. Pero ese es un obstáculo que hay que remontar si se quiere entender mejor lo que pasa en el mundo. Sobre todo, en tiempos desbordados de imágenes instantáneas y polifonías disonantes, y ante el riesgo permanente de distraerse con los acontecimientos inmediatos y dejarse seducir por la primera y más seductora melodía. Es sabido que lo inmediato es casi siempre efímero, y que toda seducción es de algún modo un engaño. En el momento crucial, sin embargo, se olvidan ambas cosas.
Mientras va cristalizando el mundo del siglo XXI -algo tardíamente y quizá de forma transitoria- la atención de los observadores parece concentrarse en la rivalidad entre las grandes potencias, y en particular, entre Estados Unidos y China, que para muchos preludia una suerte de bipolaridad rediviva. Bipolaridad, sí, y con ella, ideas como el “no-alineamiento activo”, que predican algunos desde el Cono Sur como receta para sortear un escenario que a otros -y a estos mismos, también- no deja de evocarles el de la Guerra Fría, hechas las salvedades de rigor para no abusar de las analogías.
Porque, claramente, el mundo de hoy no es el mundo de ayer, aunque en algunos aspectos luzca (engañosamente) similar. La rivalidad entre Estados Unidos y China es geopolítica, como siempre lo ha sido entre grandes potencias, entre las medianas, las pequeñas, y quienes no lo son en modo alguno. Pero sobre todo es económica y comercial -en unas condiciones de interdependencia que nunca existieron entre estadounidenses y soviéticos. Y, además, tecnológica- con una intensidad pasmosa y a una velocidad inédita, en una carrera de cuyo resultado podría depender, a la postre, el que se produzca en las arenas geopolítica y económica (y quién sabe en qué otras).
Parece, sin embargo, subestimarse el hecho de que, a semejanza de su predecesora, esta presunta “bipolaridad” será también ideológica. No porque China tenga -como lo tuvieron los soviéticos- un proyecto universal. Al menos por ahora, parece no estar interesada en “exportar” su modelo. (Poco se habla del peculiar “excepcionalismo chino”, y quizá sea un error no darle la consideración que amerita). Sino porque, aun careciendo de un proyecto tal, China tiene (y supone, para la satisfacción de sus intereses y para su seguridad existencial) una determinada concepción del mundo y del orden internacional, y tiene también sus propias preferencias, sus afinidades electivas. Su propia idea de lo que es políticamente deseable, conveniente, y justificable.
Como consecuencia, tarde o temprano, la “bipolaridad” sino-estadounidense se asentará también en el terreno de las ideas, más que abonado para ello. El contraste entre los sistemas políticos de Washington y Pekín se hará cada vez más notorio, así como sus éxitos y limitaciones, y seguramente acabará impregnando todas las pistas en que despliegan su competencia.
Ahí está, como evidencia anticipada, la “Cumbre de Democracias” convocada por Estados Unidos, y la forma en la que China (¡y Rusia!) han reaccionado ante ella.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales