“Un coup de dés jamais n'abolira le hasard”, escribió Mallarmé. Tampoco la abstención de México, Honduras, El Salvador, y Bolivia, ni el voto en contra de San Vicente y Granadina, ni mucho menos la ausencia de Colombia en la reunión del Consejo Permanente de la OEA, el pasado 12 de agosto, en la que se adoptó una (huelga decir otra) resolución sobre la situación en Nicaragua, basta para encubrir la deriva autoritaria y dictatorial del régimen de Ortega.
Tampoco el argumento falaz del “doble rasero”, que algunos reprochan a la organización, comparando lo incomparable, y desconociendo lo que han constatado no sólo el Sistema Interamericano, sino también el Sistema Universal de Derechos Humanos (y desconociendo a conveniencia, también, que la resolución de marras fue promovida -entre otros- por Chile y Perú, cuyos gobiernos no son, en modo alguno, “de derecha”). Ni siquiera el silencio del Papa, tan locuaz para otros asuntos, y cuyas posiciones políticas, por fortuna, no obligan a los creyentes. Lo que está ocurriendo en Nicaragua es monumental como un templo.
Ilegalización de partidos políticos. Sistemática represión de la oposición, y persecución incluso de antiguos compañeros de Ortega en la lucha sandinista, como Dora María Téllez, condenada en febrero por “menoscabo a la integridad nacional” y “conspiración”. Cierre forzado de universidades y proscripción masiva de organizaciones cívicas. Ataques a la libertad de prensa, mediante la clausura de medios de comunicación y la arbitraria judicialización de periodistas.
Una arremetida feroz contra la Iglesia Católica (así paga el diablo a quien bien le sirve), cuyo último episodio ha sido el asedio a la curia de la diócesis de Matagalpa y la detención del obispo Rolando Álvarez, sin que a estas alturas se conozca su paradero. Sólo falta que el binomio Ortega-Murillo proclame en Nicaragua la “democracia popular” -que nunca es democrática ni popular-, hecho notorio y por lo tanto exento de prueba en los regímenes que así se denominan.
Compleja encrucijada en que se encuentra, entonces, la diplomacia colombiana, porque el pasado 27 de julio, a través de su cuenta de Twitter, el entonces canciller designado anunció que, en materia de política exterior, desde Colombia “defenderemos y propagaremos otras políticas de Estado: la defensa de la democracia, la defensa de la dignidad de la persona humana, la libre determinación de los pueblos (...) la defensa de la libertad de cultos”. Un inventario casi completo de lo que ha venido demoliendo Ortega en Nicaragua.
Y porque Colombia tiene intereses que defender en el marco de la forzosa relación que impone la vecindad con Nicaragua. Porque la tesis de que el fallo de La Haya es “inaplicable” no es más que una distracción insostenible (y a falta de uno ya van dos, y hay un tercero en perspectiva). Porque si se trata de garantizar algunos derechos de los raizales, el camino pasa -quizás inevitablemente- por un acuerdo con Managua.
Digresión. ¡Buena suerte a Sergio Cabrera como embajador en Pekín! El papel de China en la geopolítica global bien da para una película. Puede que, incluso, para una estrategia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales