Si el presidente Petro quiere transformar a Colombia en “potencia mundial de la vida”, es lógico que considere “la paz total” como una especie de espina dorsal de su gestión desde la presidencia de la república. Y esto requiere de una estrategia (o política) planeada meticulosamente, entre otras razones porque, exceptuando un poco al Eln, la mayoría de las cabezas de las estructuras con las que se busca negociar son reincidentes en la violencia y en la economía clandestina encabezada por el narcotráfico. En otros términos, son individuos que no se acogieron a anteriores negociaciones de paz, bien porque los incentivos para dejar la violencia fueron para ellos insuficientes, o sencillamente porque el dinero fácil y la codicia se convirtieron en su “modus vivendi”, su “zona de confort”.
Sin embargo, y aquí viene un error a corregir: tanto el presidente como el comisionado de paz tienden a privilegiar una visión romántica de la política de paz, ignorando dicha “zona de confort” y creyendo que la mano tendida del Estado, en sí misma, llevará a esas estructuras al tránsito hacia prácticas pacíficas. En otras palabras, hasta hoy el gobierno ha acometido el asunto sin articular suficientemente negociaciones de paz con seguridad pública. Es decir, el gobierno está actuando con más voluntarismo de paz que estrategia para alcanzarla. Y sin un “cómo” comprehensivo, que incluya la articulación no solo con políticas sociales y medidas jurídicas, sino también con una política de Seguridad Pública - que no excluye la “seguridad humana”- se corren serios riesgos de que la “paz total” se quede solo en discursos emocionales.
Muestras de la desarticulación las observamos en días pasados. Lo que ocurrió en la vereda Los Pozos del Caguán, que terminó con la muerte violenta del sargento Ricardo Arley Monroy y el campesino Reinel Arévalo, demuestra que la solución de los problemas sociales debe incluir también un racional y firme ejercicio de la fuerza legítima del Estado, sin dejar de privilegiar la vida.
Lo que allí sucedió es un libreto conocido en el país desde tiempo atrás: primero hay un reclamo social al que no responden oportuna y efectivamente las instituciones. Luego, ante la falta de solución, viene la protesta que inicialmente suele ser pacífica, pero al final se torna violenta (asesinatos, secuestro colectivo) por el aliento de elementos de grupos ilegales - léase disidencias de las Farc- que pescan en río revuelto. Lo que no significa que todos los manifestantes sean delincuentes. Pero si en una democracia no se debe criminalizar la protesta social, tampoco se debe permitir que se desborde.
Es posible que, en ese mismo evento, se hubieran podido producir más muertos si la fuerza pública hubiera respondido con armas a una protesta que se tornó violenta, que fue el único supuesto del que partió el gobierno para dar la orden de no intervención militar. Sin embargo, y a medida de ejemplo, el Ejército sí hubiera podido intervenir sin abrir fuego mediante, este sí, un cerco humanitario, anunciándolo desde un helicóptero, para disuadir el desbordamiento. El hecho es que las tragedias que no se dan son invisibles y lo real es la violencia que sí fue y que mostró una debilidad en el ejercicio legítimo de la autoridad por parte del Estado en situaciones desbordadas. Todo lo cual terminó con cierta complacencia oficial por la vía dialogada para darle fin al impasse y el silencio casi absoluto sobre los responsables de los graves crímenes que allí se cometieron contra la autoridad policial.
Menos mal, aunque tardío, el ultimátum al paro minero en el Bajo Cauca, Nordeste antioqueño y sur de Córdoba después de más de una semana, está mostrando, hasta el momento de cerrar esta columna, un mejor desempeño de las autoridades.