Las palabras tienen poder. Hay quienes afirman, incluso, que crean realidades. Los discursos -que son tejidos de palabras- pueden llegar a subvertir los hechos, y convencer a la gente de que la realidad es la que dice el discurso y no la que los hechos demuestran. Los demagogos y los propagandistas son expertos en eso. Hay que ser tremendamente ingenuo para creer que “dato mata relato”. A diferencia de los computadores, los seres humanos se comunican a través de relatos, no de datos.
En el terreno político, actualmente tan permeado por las emociones -como casi todos los ámbitos de la vida, en los que campea impunemente su tiranía-, no son los hechos ni los datos, sino los mensajes, los que movilizan. Tanto más, cuanto más exacerben las emociones. Tanto más, cuanto más negativas sean esas emociones: la rabia, la frustración, el miedo, la humillación, el catastrofismo.
Pero las palabras también pueden perder su poder. De tanto usarse, de tanto repetirse, van quedando vacías. Meras cáscaras sin contenido. Podría pensarse que, de tan devaluadas, caen rápidamente en desuso. Pero, por una paradoja que raya en la aporía, suele ocurrir todo lo contrario: entre más vacías, más frecuentemente se usan. Se apela a ellas por falta de imaginación, por desidia intelectual, o por perversidad. O porque su repetición, no obstante depreciarlas, las ha vuelto habituales, al punto que invocarlas es casi una costumbre; y, como se sabe, la costumbre hace ley. Entonces ya nadie se ocupa de preguntar (ni se pregunta) qué significan realmente. En consecuencia, acaban significando cualquier cosa, y para compensar el vacío que encierran, se adjetivan. Por ese camino, se transita irremediablemente de la devaluación de las palabras a la inflación del lenguaje.
Se podría componer un diccionario de palabras vacías. Tendría, probablemente, las dimensiones de una enciclopedia. Ahí figurarían, entre otras, palabras como cambio, dependencia, desarrollo, discriminación, empatía, emancipación, empoderamiento, equidad, inclusión, innovación, justicia, participación, paz, sostenibilidad, víctima, violencia. (Puede que, por un sesgo que es preciso admitir, esta enumeración parezca la del diccionario al uso del discurso “progresista” -que es, dicho sea de paso, otra palabra con suficiente mérito para figurar en ella-. Pero sería un error, y una injusticia, concederle al “progresismo” un monopolio que no tiene).
La contribución de los internacionalistas a una empresa semejante no sería nada deleznable. Habría que ver las entradas correspondientes a expresiones como comunidad internacional, globalización, integración, imperialismo, norte global, sur global. No es un problema de la disciplina de las Relaciones Internacionales, sino de la forma en que en esta -como en otras disciplinas- la sonoridad del discurso fácil, más propio del activismo que de la academia, ha venido sustituyendo el rigor del pensamiento.
Que sirva de prueba -controvertible, como todas- un comentario hallado al azar en Twitter, a propósito de la “política exterior feminista” que Colombia se apresta a adoptar: “La #PolíticaExteriorFeminista será pacifista, participativa e interseccional para que sea realmente transformadora y transversal”.
Como dice la canción, “Parole, parole, parole, parole, / parole, soltanto parole”. Lo que quiera que sea que estas signifiquen.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales