A pocos días de finalizar el 2024, el presidente electo Donald Trump amenazó al gobierno panameño, alegando que este le cobraba tarifas “ridículas” a las embarcaciones estadounidenses que cruzan el Canal de Panamá y que, si no se corregía la situación, el coloso del norte exigiría la devolución del mismo a Washington, “en su totalidad y sin cuestionamientos.”
Todos los defensores de la libertad en América debemos rechazar esta amenaza, sólo equiparable en este siglo a las ambiciones expansionistas del régimen de Maduro en Guyana. Panamá es una democracia independiente, plenamente soberana sobre el canal, y además un país latinoamericano ejemplar.
Las declaraciones de Trump son aún más consternantes teniendo en cuenta la historia del istmo y el canal. Desde su integración a la Gran Colombia en 1821, Panamá fue el epicentro de los sueños librecambistas de la América republicana. Bolívar soñaba con la construcción de un gran emporio comercial en el istmo que trajera “a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo.” La inauguración del ferrocarril de Panamá en 1855, con fondos privados norteamericanos y bajo soberanía neogranadina, comenzó a hacer realidad aquel sueño. Los trabajadores panameños que lo construyeron recibían hasta 28 centavos por hora de trabajo, muy por encima de los 19 centavos que recibía el trabajador promedio de los Estados Unidos en ese entonces. A lo largo del camino del tren surgieron pueblos prósperos, convirtiendo a Panamá en el departamento más rico de Colombia, con ingresos per cápita más de dos veces superiores al promedio nacional.
En 1903, el gobierno estadounidense de Theodore Roosevelt intentó infructuosamente negociar la construcción del canal con un gobierno colombiano que consideraba demasiado exigente en las negociaciones. Recurrió entonces a la fuerza armada, impulsando la separación de Panamá de Colombia y aprovechándose de la debilidad del nuevo país para imponer condiciones aberrantemente desfavorables para los panameños en cuanto a la construcción y administración del Canal.
Para evitar contratar mano de obra panameña, llevaron más de 200,000 trabajadores de las islas del Caribe, dispuestos a trabajar en condiciones de miseria. Ni estos trabajadores ni las tripulaciones de los barcos pasajeros les compraban a negocios panameños, que fueron expulsados de la Zona del Canal hasta 1920. En su lugar, los estadounidenses establecieron una cadena subsidiada de tiendas de importación, conocida como los comisariatos, para lucrarse de aquellas oportunidades. Ni los comisariatos ni ningún otro negocio adyacente al Canal pagaban impuestos al gobierno panameño.
Quizás más impactantemente, alrededor de 40,000 personas, representando el 14% de la población de Panamá, fueron expulsadas de la Zona del Canal entre 1913 y 1916. Sus pueblos, que solían ser los más prósperos de la región, fueron demolidos.
Fue así que los estadounidenses atrofiaron el desarrollo del istmo durante un siglo. Durante casi todo el período entre 1933 y 1990, Panamá fue más pobre que Colombia. Al mismo tiempo, fue abandonando la tradición republicana del siglo XIX. Para los años setenta y ochenta, sus instituciones se parecían más a las de la Nicaragua de Somoza que a las de la democracia colombiana en la que participó por ochenta años.
Panamá recuperó su democracia mediante la invasión estadounidense de 1990 y las bases de su desarrollo con la devolución del canal en 1999. Estos actos de grandeza estadounidense representaron la rectificación histórica por parte de una potencia que reconoció el maltrato injustificable de épocas anteriores. Esas heridas, selladas hace décadas, no deben volver a abrirse por los caprichos de un gobernante.