Es todavía temprano para pontificar sobre la política exterior del nuevo Gobierno, o para sermonear a quienes han sido encargados de ella. Entre otras cosas, porque en buena medida son sólo eso: encargados. La política exterior es quizá uno de los últimos reductos del absolutismo, sobre todo en los sistemas presidenciales. Coto y monopolio propios del presidente de la República, a quien compete “dirigir las relaciones internacionales”, según reza la Constitución.
Nunca es, en cambio, demasiado temprano para advertir (en el doble sentido del verbo: observar y llamar la atención sobre algo) lo que, mal tratado, podría acabar convertido en patología. Es decir, en el conjunto de síntomas de una enfermedad con el potencial de baldar, en este caso, las aspiraciones de su política exterior y su capacidad para lidiar con aquello que, más allá de tales aspiraciones -y en ocasiones, a contrapelo de ellas- se impone por necesidad y por la fuerza de las circunstancias en la agenda de las relaciones exteriores.
Han sucedido y ocurren cosas que sería un error dejar inadvertidas. La intrépida maniobra intentada con Nicaragua -justificada en aras de aprovechar una “ventana de oportunidad” para una “acción humanitaria de envergadura”- acabó en poco menos que un fiasco, cuyos costos ha tenido que asumir Colombia en solitario. La “normalización gradual de las relaciones binacionales” con Venezuela, acordada en el Táchira en julio pasado, se ha venido escenificando con un ímpetu que poco tiene de gradual, y que parece no sólo subestimar la complejidad de un proceso semejante, sino desconocer la naturaleza misma del régimen de Miraflores y hacer caso omiso del historial de su conducta para con Colombia. (Una puesta en escena que, al menos por ahora, tiene mucho de vindicación inmerecida y gratuita de Maduro y más bien poco de ventaja concreta para el país).
Una cosa es condenar una execrable tentativa, y otra es suscribir (aunque se omita la alusión a la investidura de quien lo hace) una carta rayana en la intervención indebida en el funcionamiento de la justicia en un país extranjero. Y, ¿a cuento de qué trinar exabruptos sobre las decisiones libres, e incuestionablemente democráticas, de los ciudadanos de otro?
La hiperactividad es un trastorno de la conducta, también en cuestiones de política exterior. Supone un desgaste innecesario de energía y estimula una locuacidad con frecuencia contraproducente. La hipercinesia lleva a perder el control de los propios movimientos, y a la postre conduce a la hipotonía. Casi siempre viene acompañada de déficit atencional. Y semejante combinación desemboca en el apresuramiento, y allana el camino a la imprudencia.
De todo eso padeció a veces el Gobierno anterior. Ojalá lo padezca menos el actual, que cuando era oposición no dejó de reprochárselo.
Digresión. Ahora es el presidente de El Salvador el que, contra toda regla y siguiendo un libreto conocido, va por la reelección. ¿Por qué no habría de hacerlo? Si pudieron, tan campantes, Maduro y Ortega, ¿Por qué no Bukele? ¿Cuál será la posición de Colombia cuando le llegue el momento de tener alguna?
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales