El Reporte de Riesgos Globales 2023 recién divulgado por el Foro Económico Mundial dice un montón de cosas. Sus 98 páginas merecen algo más que una lectura rápida. A fin de cuentas, el diagnóstico que ofrece es el resultado -por el perfil de quienes han sido consultados para su elaboración- de lo que bien podría llamarse “percepción ilustrada” del estado del mundo.
Toda percepción, por definición, es subjetiva. Pero hay percepciones más nítidas que otras, y la combinación de percepciones ayuda a corregir los defectos ópticos individuales. Y cualquier esfuerzo que contribuya a ver mejor lo que ocurre en medio de la calima no podría ser sino oportuno y bienvenido.
El Reporte dice, por ejemplo, que la perspectiva global para los próximos dos años es, principalmente, la de una “volatilidad constante en todas las economías e industrias, con múltiples perturbaciones que acentuarán trayectorias divergentes”. Poca esperanza hay de que en el corto o largo plazo se recuperen la estabilidad y la resiliencia que serían no sólo deseables, sino imprescindibles, para enfrentar un inventario tan abundante y diverso de riesgos globales.
Dice también que el más inminente y potencialmente más severo de ellos es el de la crisis del costo de vida, con el agravante de que su inminencia y severidad podrían distraer de otros riesgos no menos acuciantes. Como el cerebro humano, los gobiernos, las instituciones internacionales, las empresas, y los ciudadanos, tienen una limitada capacidad de atención y tienden a concentrarse en lo urgente antes que en lo importante. Ni que decir tiene que esto afecta la forma en que se priorizan los intereses y se asignan los recursos. Desatender los riesgos importantes para atender los riesgos urgentes entraña un riesgo en sí mismo, acaso inevitable.
Tres riesgos destacan por la densidad y la intensidad de sus interconexiones con otros: el colapso estatal, el colapso de las cadenas de suministro de importancia sistémica, y la erosión de la cohesión social. Los ingredientes de un cóctel que, de agitarse demasiado, podría provocar una auténtica embriaguez geopolítica, seguida de una incapacitante y pungente resaca.
La palabra clave del Reporte, la que parece resumirlo todo, es “policrisis”: el escenario resultante de la interacción de riesgos presentes y futuros, con efectos combinados y agravantes de tal naturaleza que su impacto global supere la suma de las partes. No es una palabra nueva, pero dicha ahora adquiere una novedosa (y estridente) sonoridad. Palabra que rima, además, con “permacrisis”: palabra del año 2022 -según el diccionario Collins-, que describe “un largo periodo temporal de inestabilidad e inseguridad, como consecuencia de eventos catastróficos”.
Pero lo que está en juego es muy delicado como para andar rimando palabras. Ni mucho menos para ponerse creativos, que sin mucho talento se acaba acuñando un portmanteau aún más horroroso: “permapolicrisis”. Una policrisis permanente es todo lo que el mundo no necesita, lo que nadie está preparado para aguantar ni sabría cómo sortear. Lo que a toda costa es imperativo evitar. Y para ello no basta el diagnóstico. Hay que aplicar cuanto antes una adecuada terapéutica.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales