En los últimos días ha vuelto a surgir, como tema de agenda nacional y a propósito de una iniciativa legislativa, el debate sobre si conviene o no permitir portar armas en Colombia.
Dicha propuesta debe ser analizada a la luz del sistema normativo, pero también del contexto político, social y económico de la nación.
Para nadie es secreto que Colombia está polarizada y radicalizada; en no pocas ocasiones se evidencian discursos impregnados de odio, afirmaciones irracionales y señalamientos virulentos, contra todo aquello y aquel que contradiga una idea “diferente”. En sus doscientos años de vida independiente, la Nación ha vivido en un estado (casi permanente) de violencia que apela al uso de las armas y que tiene diversos orígenes: la política, el narcotráfico, la que surge de grupos armados ilegales o la violencia común que se confunde a veces con las anteriores.
Durante años se ha buscado combatir la violencia recurriendo, entre otras cosas, a la necesidad de desarmar a quienes utilizan las armas para imponer ilegal, ilegítimamente y con fines destructivos, su voluntad y pensamiento, así como para amenazar a conciudadanos.
Entrega de armas de grupos al margen de la ley que a propósito de negociaciones deciden incorporarse a la vida civil y política, persecución a la delincuencia común, desmantelamiento de caletas puestas al servicio del mal, incautaciones de material bélico, son algunos titulares que constantemente llenan las páginas de los diarios y ocupan las primeras líneas de las noticias.
En el último año, si bien hay un balance positivo en términos de disminución del índice de homicidios, son recurrentes reportes sobre hurtos, homicidios, feminicidios, lesiones personales, atracos y abusos, que mantienen a la población amedrentada y a la defensiva de lo que pueda llegar a suceder un día cualquiera de sus vidas.
Es común escuchar cómo, ciudadanos agredidos o amenazados deciden utilizar armas para defenderse y cómo también se van generando “solidaridades” para ejercer linchamientos colectivos contra presuntos delincuentes.
A pesar ello y de lo que pueda justificar una “legítima defensa”, facilitar y flexibilizar el porte de armas para “todo aquel que tenga problemas de seguridad” es inconveniente; un exabrupto que, contrario a fortalecer la seguridad con fines de protección ciudadana, generaría aumento de criminalidad.
El efecto práctico de una política tal y de unas medidas como las presentadas en lo que se conoce del proyecto de ley en una sociedad llena de miedo, donde impera la sensación de inseguridad, abandono y que está bajo amenaza de los enemigos de la ley y el orden, es un conglomerado amplio de personas facultadas para portar y utilizar armas, puesto que finalmente todos podrán justificar la existencia de un “problema de seguridad” y por tanto estar legitimados para defenderse utilizando el arma que lícitamente tendrán.
De implementarse esta propuesta, la autoridad instituida para salvaguardar a la población quedaría en entredicho.
Lo que corresponde más bien es ofrecer seguridad efectiva para todos pero a través de la acción de la autoridad competente que, esa sí, debe fortalecerse y sobre la que deben concentrarse todos los esfuerzos para que el ejercicio de sus funciones se desarrolle bajo criterios de justicia, ponderación y equilibrio, de tal manera que los índices de confianza de la población aumenten y prime una relación basada en la solidaridad entre la ciudadanía y entre esta y los servidores encargados de cuidarla.
@cdangond