La pasión por la gloria es lo que impulsa con fuerza irresistible al político, al humanista, al académico, al sabio. La vanidad está tan anclada en el corazón del hombre que un policía, un soldado, un panadero, un conductor, se jactan de lo que son y quieren tener sus admiradores. Los mismos intelectuales que escriben contra la vanidad quieren el aplauso por haber escrito con acierto y los que leen quieren ser admirados por haber algo interesante sobre el tema.
La vanidad, paradójicamente, engendra virtudes maravillosas como la voluntad firme de realizar obras excepcionales para superar a los rivales y así ganar fama, gloria y prestigio. Desde la infancia de la humanidad el hombre está motivado por la incesante búsqueda de la fama, el reconocimiento y el prestigio en cualquiera de sus modalidades: influencia política, social, académica, económica, artística. Un sabio refrán dice así: “Don nadie por ser don alguien, y don alguien por ser don mucho, ninguno está en su punto”.
La vanidad es un poderoso motor económico. La vanidad mueve floristerías, casas de moda, joyerías, restaurantes, arte, coches lujosos, sitios de veraneo espectaculares, actos sociales, deporte y muchas actividades más.
Si no tuviéramos orgullo, no nos quejaríamos del orgullo de los otros. La vanidad en España convirtió la venta de títulos nobiliarios en una poderosa fuente de ingresos fiscales del Estado. Quevedo y Villegas afirmó: “Cada vez que su majestad crea un título que dignifique, no falta el imbécil que ambicione cobrarlo”.
La vanidad es uno de los pilares de la sociedad. Cuando la vanidad se apoya en creaciones serias y perdurables hay que exaltarla. No la vanidad por la vanidad misma. Se consideró insólito al Rey Luis XlV cuando, al morder el polvo de la derrota en una de sus batallas, gritó: “Dios mío, por qué me desamparó. Olvida todo lo que yo he hecho por su divinidad”.
Al preguntarle un periodista a Jorge Eliécer Gaitán cuál era el mejor penalista de Colombia, respondió: “Ignoro cuál sea el segundo”.
Por su elocuencia en el Congreso, un parlamentario tildó a Miguel Antonio Caro de “viejo soberbio”. Este replicó veloz: “pecado de ángel”. Cuando uno lee a Miguel Antonio Caro o a Luis López de Mesa se asombra ante la sabiduría de estos colosos. Cualquiera da la impresión de saberlo todo, de haberlo visto y leído todo. Son sólidos, profundos, aplastantes.
La vanidad bien respaldada es muy diferente al orgullo o a la soberbia. El orgullo es hacerle creer a los semejantes que él solo es superior. La soberbia es ya el paroxismo: “creerse dios”.
Es satán el ángel caído. El soberbio humilla y desprecia a sus semejantes. El soberbio no tiene amigos sino súbditos. El soberbio en el triunfo es insolente, en la derrota vil y abyecto.