Como lo resaltan varios autores, las constituciones consuetudinarias -basadas en la costumbre, como la inglesa- son flexibles, al paso que las escritas -como la colombiana- tienden a ser más o menos rígidas. Eso significa que las primeras se van modificando de manera paulatina y prácticamente imperceptible, sin unas exigencias específicas de índole formal o procedimental, mientras las segundas contemplan órganos competentes para introducir reformas y señalan trámites y requisitos que deben ser cumplidos para tal fin, sin los cuales los cambios propuestos no adquieren validez. Además, justamente por hallarse contenidas en textos, las modificaciones de las constituciones escritas tienen una fecha exacta de promulgación y entrada en vigencia, a partir de la cual producen los efectos correspondientes.
Agréguese a lo dicho que algunas constituciones escritas consagran cláusulas pétreas, es decir, normas que el órgano autorizado para reformarlas no puede modificar.
Sobre las reformas que el Congreso puede introducir a la Constitución colombiana, que consagra apenas requisitos formales -porque no contempló cláusulas pétreas-, señaló la Corte Constitucional:
“…la Constitución, al establecer requisitos y trámites más complejos que los previstos para la modificación de las leyes, preserva una estabilidad constitucional mínima, que resulta incompatible con los cambios improvisados o meramente coyunturales que generan constante incertidumbre en la vigencia del ordenamiento básico del Estado.
En el caso específico de los actos legislativos, mediante los cuales el Congreso de la República ejerce su poder de reforma constitucional, la propia Carta ha señalado los requisitos que deben cumplirse, los cuales son esenciales para la validez de la decisión y que, por corresponder cualitativamente a una función distinta de la legislativa, son también más difíciles y exigentes” (Sentencia C-222 de 1997).
Ahora bien, que no se hayan previsto cláusulas inmodificables y que para las enmiendas se formulen únicamente exigencias formales no significa que el órgano facultado para reformar la Carta -al cual no se le transfiere la soberanía, sino que se le atribuye una simple competencia- se encuentre habilitado para modificarla en su totalidad, derogarla o sustituirla, o para plasmar en los actos reformatorios disposiciones que riñan con su esencia. Así lo ha señalado la Corte Constitucional:
“…lo único que la Carta autoriza es que se reforme la Constitución vigente, pero no establece que ésta puede ser sustituida por otra Constitución. Al limitar la competencia del poder reformatorio a modificar la Constitución de 1991, debe entenderse que la Constitución debe conservar su identidad en su conjunto y desde una perspectiva material, a pesar de las reformas que se le introduzcan. Es decir, que el poder de reforma puede modificar cualquier disposición del texto vigente, pero sin que tales reformas supongan la supresión de la Constitución vigente o su sustitución por una nueva Constitución” (Sentencia C-551 de 2003).
Así, por ejemplo, no es viable una reforma constitucional que conspire contra el principio democrático, como la equivocada enmienda que varios representantes propusieron en estos días. So pretexto de reforma, no son aceptables fórmulas que busquen despojar al pueblo soberano -así sea en forma transitoria- de sus inalienables atribuciones.