No comenzó bien 2021 en Colombia, particularmente en materia de Derechos Humanos. Todos los días nos enteramos de lo acontecido en algún lugar del territorio, en donde -ya nos sabemos de memoria el estribillo de la noticia- “…hombres armados dispararon indiscriminadamente y dieron muerte a…”. Tres, cinco, ocho, diez personas son asesinadas de manera cobarde, a mansalva y sobre seguro. Personas indefensas que mueren sin saber por qué, en un país que se declara respetuoso de tales derechos y que protesta por su violación en naciones vecinas.
Invariablemente, los delincuentes escapan. Ni siquiera se sabe cuántos son, de dónde vinieron, ni para dónde van. Las autoridades de policía llegan al sitio de los acontecimientos cuando ya nada se puede hacer, narran ante los medios de comunicación sobre lo ocurrido y comienza la oferta de recompensas “a quienes brinden información para dar con los criminales”. Cuando la masacre es muy grande o ha llamado la atención de los medios, algún vocero oficial anuncia que “no habrá impunidad” y que sobre los autores “caerá todo el peso de la ley”. Un peso liviano -muy liviano- que pocas veces cae, y que, si cae, es muy raro que caiga sobre los verdaderos homicidas, y menos sobre los autores intelectuales.
La noticia pasa muy pronto. La desplazan otras masacres y homicidios, las disputas políticas, los nuevos candidatos presidenciales, las coaliciones con miras a las elecciones de 2022 o el despliegue publicitario por la llegada al país de unas pocas vacunas contra el covid-19. Las familias de los muertos quedan tristes, olvidadas, en total desamparo, y además, amenazadas. Y la sociedad colombiana parece haberse habituado a que eso suceda, y se tiene la sensación de que a nadie le importa, ni el hecho criminal, ni la suerte de las víctimas, ni el deplorable espectáculo -muy grave, aunque pocos lo ven así- de un Estado que ha perdido el control, porque son muchas las regiones en donde quienes gobiernan, con la fuerza de las armas y las amenazas, son las organizaciones delictivas, llámense guerrilleras, paramilitares, narcotraficantes o delincuencia común. Mandan y disponen sobre vidas y haciendas.
La Constitución colombiana cumple treinta años. En su preámbulo se expresa que ha sido promulgada con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y de asegurar a sus integrantes, entre otros valores, la vida, la justicia, la libertad y la paz, y para garantizar un orden político, económico y social justo. En su artículo segundo señala los fines esenciales del Estado, entre ellos la efectividad de los derechos, y advierte que las autoridades han sido instituidas para proteger "a todas las personas residentes en Colombia" en su vida, sus derechos, sus bienes, sus creencias, sus libertades. Repito: a todas.
Lo dicho ocurre en Colombia, pero nuestras autoridades están ocupadas en otras cosas: en convocar la solidaridad internacional contra las violaciones de los derechos humanos, no en Colombia sino en Venezuela, y en intervenir en procesos electorales de otros países, aunque la Constitución les impone (Art. 9) “el respeto a la autodeterminación de los pueblos”.
Nos preguntamos, no sin angustia: ¿qué nos pasa?