En un ensayo escrito mientras la covid-19 hacía de las suyas, Richard Haass sugirió que la pandemia aceleraría la historia, más que reconfigurarla. No toda crisis -subtitulaba- provoca una inflexión; y, visto el estado de cosas del mundo -más allá de la covid-19, sus prolongaciones y cicatrices-, llegaba a la conclusión de que “(L)o que cambiará como resultado de la pandemia no es el hecho del desorden, sino su extensión”.
Más de tres años después, los hechos parecen confirmar sus intuiciones. Superada la pandemia, también han quedado superadas las expectativas que entonces suscitó la experiencia compartida de la tragedia y la crisis, sobre un cambio de actitud, una renovación de la conciencia, una reafirmación de la voluntad de cooperar, una reevaluación de las prioridades, no sólo en el plano individual sino entre las naciones. En lugar de eso, las tendencias de signo opuesto que venían desplegándose desde antes dan la impresión de haberse consolidado. Hay poca evidencia en contra del diagnóstico de Haass: la rivalidad entre potencias es mayor que hace tres años, mayor la preocupación que suscita la proliferación nuclear, hay más Estados débiles (y aún más débiles), los flujos migratorios son más densos, y el nacionalismo ha ganado resonancia con los más distintos tonos en las más diversas latitudes.
No hay que pecar de catastrofista ni posar de casandrista, pero si algo puede pronosticarse con alguna perspectiva de acierto sobre el año que empieza mañana, es que muy probablemente 2024 no alterará los vectores que impulsaron los acontecimientos más importantes de 2023, sino que afirmará su dirección y les abrirá nuevas vertientes. Como si el futuro que promete el año nuevo no fuera a traer más que la memoria, actualizada, del año que acaba de expirar: los recuerdos del porvenir, pudiera decirse -con la venia de doña Elena Garro, pionera a veces desdeñada del realismo mágico-.
Tres cosas hay, en todo caso, que podrían ganar una especial y al menos parcialmente novedosa relevancia en 2024. Sumadas al acumulado, podrían llegar a convertirse también en los recuerdos del porvenir que se evoquen, quizá sin nostalgia, al comenzar los años subsiguientes.
Primero, la creciente visibilidad de África en la política internacional y en los términos más puramente geopolíticos de las relaciones internacionales. La necesaria atención que reclaman zonas como Indopacífico no debería distraer a nadie de lo que se cuece en África, y no sólo por cuenta de las potencias extrarregionales, que tan fácilmente llaman la atención.
Segundo: si 2023 ofreció el prólogo de las promesas y desafíos de la inteligencia artificial, 2024 pondrá en evidencia la extensión y el nudo de su trama. Qué tan gordiano resulte, dependerá del empeño que pongan, unos en enredarlo y otros en desatarlo. El esfuerzo de todos tendrá -y eso importa, tanto como el esfuerzo mismo- imprevisibles efectos no deseados, unos más estimulantes que otros.
Finalmente, en 2024, para muchos la cuestión será de física hambre: las alarmas están encendidas, las condiciones dadas. Sorprende que se haga tan poco, pudiendo hacerse tanto. Nada precipita tanto la historia, ni extiende tanto su desorden, como el hambre.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales