Voces laicistas y de pequeña minoría en Colombia quisieran ver borrado de su faz el influjo de la religión, en especial de la Católica, que, por bondad de Dios, ha sido y sigue siendo la de la gran mayoría de los colombianos. Se empeñan en desconocer su benéfica contribución entre nosotros en todas las épocas de nuestra historia, en lo educativo, en lo social y cívico, con la gratuita aseveración, que constantemente difunden, que constitucionalmente Colombia es un “Estado Laico”. Pero, gracias al “hecho católico”, reconocido lealmente por gente pensante como Alfonso López Michelsen, es Colombia de los países que tiene Concordato con la Santa Sede (1973), firmado en el gobierno de Misael Pastrana, y ratificado en el Parlamento por solicitud del primero de los mencionados.
Reiteradamente se ha pregonado, falsamente, que por la Constitución de 1991, se consagró a Colombia en situación de “Estado Laico”, al tiempo que, también falsamente, se afirma que la enseñanza religiosa había quedado abolida por ella en el pensum de estudio de nuestra Nación, desconociendo el Art. 68 en el que se acepta solamente que, por especial solicitud, no se reciba esa enseñanza. En la Constitución se proclama la libertad de conciencia y se consagra el respeto a la fe religiosa de los padres de familia en la enseñanza de los centros docentes.
Precisando lo anterior, debemos celebrar que en muchos planteles educativos, con respeto a los distintos credos religiosos, se cumpla con el deber constitucional de ofrecer enseñanza y dar cabida a prácticas católicas a los alumnos de familias católicas. He sido invitado a celebración de Sacramentos, debidamente preparados, en algunos centros educativos, lo cual me conforta, pues constato que no se está dando al alumnado solamente instrucción o técnicas, sino alimento espiritual que responde, en el más alto grado, a los valores de la persona humana.
Vino el Papa Francisco, a Colombia, y el país vibró de entusiasmo, pero lo importante, por él mismo reclamado, es que “no nos quedemos parados” en admiración sino que pasemos a vivir lo que nos ha recordado, o sea actuar a la luz de la enseñanza de Jesucristo y vivir plenamente “la Alegría del Evangelio”. Que se propicie desde los centros educativos la preparación y consciente recepción de los Sacramentos, es algo que alegra, pues vemos que así se cumple lo solicitado por el Papa y el deseo de Jesús de que los humanos “tengamos vida en abundancia” (Jn. 10,10).
En ambientes de acogida, y en los hostiles, tenemos los seguidores de Cristo el mandato de llevar su mensaje salvífico a todas las naciones (Mt. 28,19), con el fervor de un San Pablo que exclamaba: “¡Ay de mí si no evangelizare!” (1 Cor. 9,16). Entonces, que en las plazas y en los campos, en grandes urbes y pequeños villorrios, en las calles, en los colegios y escuelas, y en las familias, estemos los discípulos de Jesús llevando su mensaje. Si se reclaman, ahincadamente, derechos de las minorías en lo religioso, o en la defensa de abrirle paso a desviaciones sexuales, tanto más derecho tienen la mayorías católicas a difundir su mensaje, y a invitar a un vivir digno según sus enseñanzas.
El Papa Francisco, nos recordó, también, que en nuestro Himno Nacional mencionábamos, con honor, “las palabras del que murió en la cruz”, y a ponerlas en práctica, en ambiente de reconciliación, comenzando por la propia conciencia, si queremos dar pasos verdaderos hacia una paz verdadera. Evangelizar, misionar, en los propios corazones, en los ambientes cercanos y en territorios no abiertos aún al Evangelio, es la consigna, a la par que felicitación y aplauso a quienes desde las aulas estudiantiles están iniciando a niños y jóvenes verdaderos caminos de superación, de progreso y de paz.
*Obispo Emérito de Garzón