En cualquier democracia sana, la legislatura debe ser el cuerpo de representación popular por excelencia. Al ser un cuerpo de iguales que representan los intereses diversos de la nación, es menos susceptible al desarrollo de caudillismos y personalismos que la rama ejecutiva, dirigida por el jefe de gobierno. En los últimos dos años, le debemos enormemente a aquellos congresistas que han frenado el paso del gobierno revolucionario. Al mismo tiempo, no podemos desconocer que el congreso colombiano pasa por una grave crisis de representatividad y que se requieren reformas profundas para solucionarla.
En la actualidad, los colombianos no votan por congresistas individuales sino por partidos. Así lo determina nuestro sistema electoral, basado en la repartición de escaños según una fórmula proporcional, en el que los votos excedentes de cualquier candidato son repartidos a otros de su partido. Por lo tanto, incluso aquellos escasos votantes que investigan cuidadosamente al candidato de su preferencia terminan depositando su voto y delegando su representación política al partido, no a la persona.
Si nuestros partidos políticos fueran fuertes, ideológicamente consistentes, y unidos en sus convicciones, no habría ningún problema con este sistema. Sin embargo, hoy sabemos que muchos partidos no operan de esa manera. De los seis partidos con diez curules o más en el Senado, solamente el Pacto Histórico, el Centro Democrático y Cambio Radical han defendido consistentemente una visión de país y una postura frente al ejecutivo, siendo el primero el partido de la revolución y los últimos dos los partidos de la oposición.
Los otros tres - Partido Liberal, el de la U y el Conservador- han evidenciado divisiones internas, cambios de postura incomprehensibles y una grave falta de visión de país, particularmente lamentable en los casos de los dos partidos tradicionales, cuyas ricas tradiciones filosóficas que datan del siglo XIX quedan hoy completamente desaprovechadas. Dentro del 36% de votantes colombianos representados por esos tres partidos, muchos desconcertados vieron sus votos depositados en el avance inicial del proyecto petrista en los primeros meses de gobierno.
Muchos conservadores observaron impotentes mientras que el partido de Álvaro Gómez votaba por impuestos descomunales y muchos liberales padecieron la humillación de ver al partido de Luis Carlos Galán votar por la impunidad generalizada. Desde entonces, el gobierno ha perdido el apoyo de los partidos tradicionales, no porque estos estén comprometidos de fondo a defender los intereses de quienes los eligieron, sino por su propia intransigencia y por la indignación de una ciudadanía que hoy exige posturas más determinadas que nunca.
La propuesta del Pacto Histórico de legalizar el transfuguismo solamente agravaría nuestra crisis de representatividad, pues haría visible y más efectiva la elección de decenas de curules socialistas a expensas de votos usurpados. Por el contrario, necesitamos una reforma que, a partir de las elecciones del 2026, obligue a los congresistas a estar más sujetos a sus electorados, no menos. Una solución sería fortalecer los partidos, ya sea por medios novedosos o simplemente derogando algunas de las reformas que los han debilitado en las últimas décadas.
Por otro lado, como propone Javier Milei en Argentina, se podría cambiar de un sistema de fórmula proporcional a uno de circunscripciones uninominales, de manera que cada congresista se tendría que elegir independientemente en un área geográfica particular. De esa manera, su éxito electoral dependería de una comunidad específica y de la representación efectiva de sus intereses. Lo esencial es definir si el congresista o el partido debe ser el foco central de la representación popular.