Todas las guerras producen efectos colaterales. Ni el mejor de los estrategas -que lo son, entre otras cosas, porque saben eso y lo tienen en cuenta a la hora de tomar sus decisiones- puede anticiparlos todos, ni prever su magnitud con precisión. Toda guerra se libra en medio de la incertidumbre y la niebla. La guerra, como el destino, halla siempre sus propios caminos.
La “operación militar especial” del Kremlin contra Ucrania, pensada como relámpago, ha terminado siendo un prolongado monzón. La rápida derrota de Ucrania, una apoteósica resistencia. La presumible superioridad militar rusa se ha difuminado hasta parecer una aldea Potemkin. Putin salió sermoneado de Samarcanda: “No es tiempo para la guerra”, le espetó Modi, sin edulcorantes. La relación “sólida como la roca” entre Moscú y Pekín, su amistad “sin límites”, no está exenta de “preguntas y preocupaciones”.
Nada de esto significa que Rusia vaya a perder la guerra, ni Ucrania a ganarla. Eso se sabrá cuando acabe la guerra, si acaba. Puede que ni aun entonces.
Hoy la guerra va en contraofensiva ucraniana, en conscripción y movilización parcial rusa, en los referendos escenificados -Potemkin, otra vez- en Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón. Y en ruido. El ruido que al compás de la guerra parece haberse desatado (una vez más) en el vecindario ruso. O más precisamente en la periferia postsoviética, que antes fue la periferia de los zares, y que el Kremlin considera, por derecho divino, por designio de la geografía, o por reivindicación histórica y “distórica”, su zona inmediata y natural de influencia.
El ruido no es nuevo. Ha estado en sordina mucho tiempo. En algunos casos, se ha oído antes con intermitencia. Pero ahora vuelve a oírse, y en varios lugares simultáneamente. Mientras Moscú, forzosamente, se concentra en Ucrania, se agita el limes del antiguo imperio. El desplazamiento de su masa política y militar hacia Ucrania, la erosión de su reputación, y el estragamiento de su economía, relajan la gravitación que habitualmente ha ejercido sobre sus satélites. Como consecuencia, emergen nuevos conflictos, se reacomodan los alineamientos, se forma la placenta de futuras alianzas, viejas grietas se reabren y otras aparecen donde nadie las había visto hasta ahora.
Es lo que resuena en Armenia y Azerbaiyán -otra vez, pero sin el acostumbrado árbitro-. En Kazajistán, que ha tomado explícita distancia de Moscú y mira cada vez más hacia China, de la que acaba de recibir renovadas garantías de seguridad. En Georgia, cuya cuenta pendiente con Rusia no alcanza a saldar su importante relación comercial. Entre Tayikistán y Kirguistán, con su frontera porosa y precariamente demarcada. Y en Moldavia, que ha soportado durante décadas la cohabitación incómoda con una Patolandia prorrusa al otro lado del Dniéster.
Los imperios llegan hasta el limes y allí mismo mueren, cuando éste los alcanza o cuando aquellos ya no pueden alcanzarlo. Lo supieron los romanos y también los bárbaros (puede que mejor, incluso). Quién sabe si no sólo en Ucrania, sino en los otros límites de Rusia, la guerra y el destino estén hallando sus propios caminos.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales