Hace un par de meses, preguntado por el magacín Foreign Policy sobre el rasgo que habrá de definir la “era pospandémica” -lo que quiera que eso signifique-, el exprimer ministro australiano Kevin Rudd comenzaba por advertir que “El principal motor de esta nueva era ya no será la globalización económica sino, cada vez más, la competencia entre las grandes potencias. Esta competencia, principalmente entre China y Estados Unidos, se impondrá en casi todos los dominios políticos: comercio e inversión, mercados financieros, tecnología de la información, biotecnología, política exterior, poder militar e ideología. También afectará a casi todas las regiones del mundo, ya que atrae a países, corporaciones e instituciones a una competencia cada vez más binaria”.
Más que una advertencia, una constatación, pero no por ello menos pertinente, que llevaba a Rudd a sugerir, a renglón seguido, que, ante los riesgos inherentes a semejante escenario, sus protagonistas -Washington y Pekín- “encontrarán, probablemente, que establecer algunos diques para encauzar su creciente competencia estratégica favorece sus propios intereses”.
Tal sugerencia tiene los visos de un imperativo. La alternativa a una “competencia estratégica administrada” no es otra que una “inmanejable”, tramitada al fragor de crisis episódicas recurrentes, conflictos disruptivos en muy diversos ámbitos, e incluso -en el peor de los casos- choques armados directos o indirectos sumamente volátiles y potencialmente escalables. Todo ello, por la naturaleza de los implicados, con repercusiones que fácilmente excederán el ámbito estricto de su relación bilateral.
Así lo ha puesto en evidencia el ruido que recientemente se ha producido en la región indo pacífica -con el peligro de que acabe siendo muy poco pacífica-, y, especialmente, en relación con Taiwán. Allí parece estarse fraguando, peligrosamente, eso que los conocedores llaman hace rato “dilema de seguridad”, y que constituye, por lo que ha provocado en el pasado, casi un tabú en las Relaciones Internacionales. En palabras del profesor Nicholas Grossman: “Estados Unidos no quiere una guerra con China por Taiwán. Estados Unidos quiere disuadir a China de atacar Taiwán. Por lo tanto, Estados Unidos debe estar listo para ir a la guerra por Taiwán, y China tiene que creer que hay una buena posibilidad de que Estados Unidos lo haga, lo que aumenta el riesgo de un error de cálculo que podría comenzar una guerra”.
Canales diplomáticos fluidos y fuertes; intereses claramente definidos, líneas rojas recíprocamente respetadas, y autocontención; disposición y capacidad de compromiso; agendas compartimentadas basadas en la distinción entre lo que es principal y lo que es accesorio, entre lo que es transable y lo que no, entre áreas de convergencia y divergencia; márgenes de tolerancia, amortiguadores y válvulas de escape; e incluso, por odioso que resulte y anacrónico que parezca, el reconocimiento de “esferas de influencia”; pueden contribuir a la administración de la competencia estratégica. Pero, como en toda receta, es más fácil enumerar que obtener los ingredientes, y conseguirlos que combinarlos en una preparación que conduzca al resultado deseado.
De ello dependerá el curso que tome la política internacional en los próximos años.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales