Cuando el original en yeso de la estatua de Honoré de Balzac encargada al maestro Auguste Rodin fue presentado en sociedad, en 1898, suscitó una avalancha de críticas -la mayoría de ellas, como ocurre frecuentemente-, de quienes ni siquiera alcanzaban a tener la milésima parte de su talento. Una anécdota, acaso apócrifa (no importa, pues es del todo verosímil), sugiere que alguno de aquellos filisteos llegó incluso a reprocharle: “¡No se parece! (a Balzac, que, huelga recordar, había muerto medio siglo antes). El escultor respondió lacónicamente: “Se parecerá”. Y, a la postre, tuvo razón. La representación universalmente reconocida del autor de “La comedia humana” es la que de él hizo Rodin, a la medida del talento y no de la apariencia del escritor: el rostro definitivo que actualmente se puede contemplar en el cruce de los bulevares Montparnasse y Raspail en París, y que exhiben también varios museos alrededor del mundo.
En la escena internacional están pasando cosas que podrían llegar a parecerse a otras, como a Balzac el monolito que Rodin esculpió. Aunque con menos arte, por razones mucho más prosaicas, y con consecuencias potenciales que van mucho más allá de lo simbólico.
La doctrina Breznev, formulada en 1968 al fragor de la Primavera de Praga, impuso a los Estados de Europa oriental sometidos a la férula del comunismo una suerte de “soberanía limitada”, conforme a la cual la Unión Soviética reivindicaba el derecho a intervenir en ellos para defender el socialismo en cada país y el movimiento socialista en general. ¿Se acabará pareciendo a ella la doctrina Putin, aún innominada pero varias veces insinuada, sirviendo de autojustificación -histórica, estratégica, incluso cultural- y patente de corso para la creciente injerencia de Rusia en el espacio postsoviético -al que nunca ha renunciado- y allende sus fronteras?
¿Se acabará pareciendo el diálogo entre Estados Unidos y Rusia de 2022 (que, de hecho, se empezará a poner en escena justamente mañana en Ginebra) a la conferencia de Yalta de 1945, en la que el destino y el mapa de Europa fueron definidos y trazados prácticamente en su ausencia, como habían hecho los europeos -justicia poética o, por lo menos, histórica- con el destino y el mapa de los africanos en Berlín, sesenta años atrás?
¿Se acabarán pareciendo las fuerzas de “mantenimiento de paz” desplegadas por Moscú en Kazajistán, al amparo del Tratado de Seguridad Colectiva, tras haberlo requerido el presidente Tokayev -no para repeler una agresión externa, sino para someter a fuego la masiva protesta de sus conciudadanos-, a los caballos de Troya en que suelen convertirse las tropas extranjeras cuyo auxilio invocan en tiempos de dificultad algunos líderes desesperados, a despecho de la suerte de su pueblo y de sí mismos?
¿Se acabará pareciendo tanto el presente al pasado, como para que no valga la pena imaginar el futuro? La pregunta no es vanamente retórica. Es, por el contrario, esencialmente geopolítica. Y de la respuesta que se dé a ella depende no sólo el futuro. También, en muchos sentidos, el pasado.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales